Los hombres después de La Zona




Crónica publicada en Revista de Coahuila, n° 275, agosto 2014



La zona de tolerancia fue un gran espacio amurallado donde anidaba la vida cantinera de Torreón y sus alrededores. Se encontraba en el mero sitio donde nació esta ciudad: el poniente. Cuentan que empezó a funcionar en la década de los 50. Allí el alcohol se desbocaba enfurecido todo el día, no había descanso para el taconeo. Sol y luna se unían en santo maridaje para ver a sus hijos sedientos y hambrientos despacharse la rápida botana, atiborrarse de vino y cerveza, descargar su sueldo con prostitutas y, en algunas ocasiones, reforzar su hombría hinchándose los puños con alguien más. Fue clausurada en enero de 1991 por orden del alcalde Carlos Román Cepeda, argumentando los altos índices de homicidios y de sida en la región. Ahora en su lugar está el Parque Fundadores. En las colonias que lo rodean, igual se encuentran los viejos bebedores de fe completa que hoy recuerdan como buenos tiempos los años cantineros: “Mi mamá me decía ándele, mijo, no se quede aquí triste, váyase con las muchachas”, al tiempo en que se hayan también los que preferirían olvidar: “Ya no hay nadie que trabajó allí, aquí ya pura gente decente, aquí no se habla de eso”.
Estas son las historias de cuatro hombres que tal vez un día cruzaron camino por entre la maraña de cantinas que era el poniente de Torreón. Hoy así viven y esto es lo que cuentan a más de 20 años de que quitaron la zona.

DON SEBAS
No se llama así, pero le dicen Sebas desde que comenzó a trabajar de cantinero en la zona de tolerancia, cuando tenía 18 años. Vive en la Plan de Ayala, una breve y apretada colonia formada por dos largas calles paralelas: una que da al costado del Parque Fundadores y la otra al costado del Museo de la Revolución. La casa en que habita es prestada. Hace más de un año cuando regresaba de su trabajo de cuidador de
coches, notó que los candados habían sido burlados. Reparó un tiempo antes de abrir la puerta y entrar. Sacó una conclusión en pocos segundos: ya sabía con lo que se iba a encontrar o, más bien, con lo que no se iba a encontrar. Le habían robado. Todo: cama, estufa, refrigerador, tanque de gas, sillas, mesa. Guardó silencio mientras miró por la puerta trasera el panorama seco del río Nazas. Por allí se habían llevado las cosas. Salió y encontró a su vecina barriendo, le preguntó si sabía quién lo había hecho. Ella respondió: “Ni ande preguntando porque lo van a matar”. Eran pasadas la una de la tarde, y era también todo lo que tenía.
Actualmente tiene un colchón que le regaló la fundación Cáritas. Sobre él comemos unas quesadillas. Sebas enrolla una, arranca casi la mitad de una mordida. Come un poco cabizbajo, las piernas abiertas, como merodeando sobre su vientre mientras cuenta que la zona duró más de 50 años. “Todo el día duraba, todo el día había gente —recuerda—. Hubo un tiempo que las 24 horas duraba. Iba uno a trabajar, y bailando. No podía hacer uno la talacha porque no lo dejaban a uno los bailadores. Es que había mucha mujer”.
El trabajo de cantinero no le otorgaba a Sebas un seguro social, por eso cuando él y su mujer de aquel tiempo tuvieron que hacerse unos análisis clínicos, hubieron de acudir a un laboratorio privado. Para ello, Sebas pidió dinero prestado a su patrón. “Había veces que no, no querían. Unos patrones duros, es que cuidan lo de ellos también, pero había veces ten, me los das mañana saliendo”. Sebas pagó puntualmente su deuda. Ese mismo día se enteró que habían despedido a un cantinero. Ya había escuchado que un trabajador estaba exigiendo seguro social porque tenía enfermo a uno de sus hijos. Tras seguir insistiendo, fue despedido. Cualquier intento de organización de los trabajadores era borrado de un solo manotazo: “bórrenme a ése y ya no va  a tener aquí trabajo ni con nadie”, decía un patrón en la junta patronal. Al que despedían ya no podía entrar a trabajar a ninguna otra cantina, ni a tomar siquiera. Y si se atrevía a rondar por allí, los patrones les pagaban a los policías para que lo echara.  Por eso Sebas ahora vive sin seguridad social: “Y como pues ya el trabajo estaba seguro, pues no, ni le busqué, y ahora me arrepiento porque pues hubiera conocido otra clase de trabajo, ya estuviera pensionao, y no. La regué por no buscar un trabajo mejor, pues no, no, todos los días agarraba uno dinero y todos los días gastaba. Hasta ya después, ahora ni pensión ni ayuda ni nada, nada, nada, nada, nada”, y los nadas se le desvanecen en la boca y luego calla y en su silencio debe seguir pensando en la nada que ahora tiene.
—¿Y por aquí viven otras personas que trabajaban en La Zona?
—Pues ya casi todos se murieron. Hay muchos que ya están mochos de los pies, hay otros que no andan por el hielo que le pegaba a uno en los pies cuando estaba trabajando. Y a mí no me ha pasado esto. Pero ya he conocido a gente que fueron cantineros que ya no pueden andar, con la riumas.              
—¿Qué fue de los patrones de las cantinas?
—Ya casi la mayoría se murieron, porque ya eran más grandes que uno. La mayoría ya se acabaron. Había uno que traía siempre las pacas de dinero así en la bolsa, pues al último estaba vendiendo fierritos allí en la banqueta, con huaraches. Y antes traía unos botones de bota, cinto piteado, no, ya después unos huaraches y ya ni cinto traía, andaba con los pantalones arrastrando. Era dueño del Piedra Negra. Othón Chavarría, Othón Chavarría se llamaba él. Murió en la calle también. Y vivía en Torreón Jardín. Y casi la mayoría agarraron mucho pero han muerto sin dinero, todos mendigos sin centavos. Quién sabe por qué pues si tenían mucho, agarraban mucho dinero.

ANTONIO
Antonio es otro excantinero de la zona. Lo encontré sentado a ras de piso en una placita a unos metros del monumento a Miguel Hidalgo, ubicado sobre la calle Muzquiz. El cuerpo encorvado, medio correoso, piel renegrida y manos callosas, su bicicleta a un lado, sobre las piernas un plato desechable lleno de pedazos de pollo adobados y al lado una botella de medio litro de Coca Cola. Vive en la colonia El Consuelo, pero le gusta pasar las tardes en este sitio para mirar el lugar en donde solía estar la zona. Mientras traga
Carlos Román Cepeda
rápidamente los pedazos de pollo como si yo estuviera allí para quitárselos, mira hacia el Parque Fundadores entrecerrando los ojos, y los recuerdos le vuelven a recalcar en la memoria las incontables noches de amor de prepago y de vino y cerveza, las noches de cuando el tintineo de los tacones incendiaba la pista de baile de los salones.  “Padrotes, gigolos, de todo entraba allí, ¿apoco no? Mucho dinero había. Entrabas tú y te lo hallabas tirado allí en los baños, las pacas enteras. Ya bien pedos. Es que borracha la gente ya no sabe ni lo que hace”. Aunque Antonio no sabe con exactitud quién y por qué quitó la zona, le guarda cierto rencor a esa persona que en su memoria no tiene rostro: “Fíjese que por una persona quitaron la zona. Uno del gobierno dijo no, quítenlo, quítenlo. Dejó a mucha gente sin comer. Chingao”.   
De repente pasa un hombre zarrapastroso: su cara cubierta por una tupida, grisácea y mugrosa barba, greñas largas, pantalón desgastado y mirada desprendida de este mundo. Antonio se apresura a decir: “Ese fue de los mejores padrotes de la zona. Si lo vieras cuando estaba guapo el güey. ¡Ah! Esos eran de los buenos. Le decían El Cuadrado”. Una vieja admiración se desprende de su aliento.“Tenía hermanos, pero lo volvieron loco. Ahí ta, mire, pa quedarse ellos con las casas. Aquí él dio toda su vida y lo dejaron loco. La cuñada creo que lo aliviana”. Y la admiración se convierte en lástima. “Lo conocí cuando era bien broncoso. No, chingón el güey. Conozco a mucha gente, papá”. Y la polvosa admiración vuelve.
Antonio repentinamente se pone de pie. Toma en sendas manos el plato de comida y la botella de Coca Cola semivacía. Los resguarda de los asqueles que han llegado a querer disfrutar del festín adobado. “No había ni uno, ¿verdá? ¡Nombre!, pinches asqueles son más lángaros que yo”. 

“¡NO TE BAJES, MANITO!”
Unos recortes de periódicos de los años 50 anuncian al de la “estupenda voz”, al de la “voz privilegiada”, al “gran tenor” José Luis Alcaraz, quien vive en la Nueva Rosita, una de las colonias del poniente. A pesar de que la vida le ha tallado la voz y ahora le suena cansada y rasposa, asegura que todavía puede cantar. Aún suenan en sus oídos aquellos aplausos que recibió en 1956 en la Plaza de Toros de Torreón cuando compartió escenario con Marga López y Resortes, y cuando este al verlo y oírlo cantar, ya emocionado como el público, le gritó desde abajo del escenario: “¡No, manito, no te bajes, manito, no te bajes, súbete, súbete!”.
Afuera de la casa de José Luis Alcaraz, la gran voz sin maestro que una vez hizo enojar a un matrimonio de cantantes en la ciudad de Monterrey aldecirles que nunca había estudiado canto y ellos no
podían creer que alguien sin estudios tuviera esa voz, afuera de su casa un colorido letrero anuncia hielitos de frutas naturales. Pepe, como ahora lo conocen, nos adentra en su hogar donde tiene enmarcados varios carteles que lo anuncian como la estrella principal. Hay también fotografías: una junto al legendario boxeador el Ratón Macías, y otra más donde aparece en medio de dos mujeres.
En la zona de tolerancia tenía un negocio de lonches y licuados junto a su mamá. Allí además cantaba con una orquesta cada noche. El Gold Palace era su escenario. Ganaba 50 pesos diarios, que en ese tiempo eran mucho, “eran como 500 de ahora yo creo”.
Ahí se queda, en la Nueva Rosita, el gran tenor José Luis Alcaraz que dejó la cantada “porque de todo se cansa uno”, pero que hoy si alguien se acercara y le propusiera volver al viejo negocio, él le diría que sí, que todavía se avienta a cantar.

TONY LAREDO
Tony muestra su credencial de elector y aparece un solo apellido: González. Pero a lo largo de sus más de 50 años la vida se lo ha borrado y en cambio le ha puesto otro: Laredo. Así lo han llamado algunos por sus constantes visitas a esa ciudad. González es el apellido de su madre. A su padre sí lo conoce, pero no le heredó el apellido porque nunca se casó con su mamá.  Tony tenía 15 años cuando empezó a trabajar en la zona. Al principio era el mandadero de las prostitutas: “Me mandaban a traerles aquí a La Alianza el lipstick”. Después fue cantinero y ganaba 25 pesos por noche. Ese fue el punto de inicio de una vida atiborrada de drogas y alcohol, fue el comienzo de su debacle. Empezó a beber, a fumar mariguana y a tomar píldoras. Cuando tenía 18 años, se fue junto con su mamá para Oklahoma. “Ella en su pensamiento era que me compusiera, pa alejarme de esto, y allá me envolví más”. Regresó a Torreón hace apenas cinco años y, como una maldición, hoy ronda por los alrededores de donde solía estar la zona.
            Estamos sentados en una banca a espaldas del monumento a Miguel Hidalgo. “¿Tú sabes quién es el jefe?”, pregunta. Se refiere a Dios. Después de que regresó, asiste a una iglesia llamada Alcance Victoria. También acude a un centro de alcohólicos anónimos. Al inicio de esta plática me ha dicho que ya no bebe, después comienza a aceptar que de vez en cuando se echa un traguito, y al final acabara por casi suplicarme: “Ayúdame pa comprar uno, ¿no puedes?”.
            Dice que su mamá murió allá en Estados Unidos, que tenía cáncer por todo el cuerpo. Dice que allá se enganchó más con las drogas y con la bebida y que lastimó a mucha gente sentimentalmente. Dice que en Oklahoma trabajó en el Seguro Social y que espera primeramente Dios pronto regresar para que le den su pensión. Dice que aquí no le darán  nada porque en el tiempo que trabajó en la zona no le pagaban seguro, no, en ese tiempo no. Dice que habla un poco de italiano, japonés y náhuatl. Dice que nunca tuvo relaciones sexuales con una mexicana, sólo con indias, japonesas, vietnamitas, italianas, pero con mexicanas nunca. Dice que fue un pendejo porque nunca arregló sus papeles para ser un ciudadano estadunidense. Dice que ha rozado a la muerte muchas veces, que tiene marcas de balazos en su cuerpo. Dice que no ha matado a nadie. Dice que los alcohólicos tienen una víbora en el estómago pero que él tiene una anaconda. Dice que vende dulces en la calle para sacar pa los frijolitos. Dice que aquí en Torreón no tiene casa, que algunas veces un hermano lo deja quedarse con él, otras veces un señor le presta un cuarto, otras veces, como ayer, se queda a dormir en la Plaza de Armas. Dice que tuvo miedo, que andar en la calle es duro. Dice que en Oklahoma vendía droga y que regresó a Torreón porque allá se metió en un problema y lo andaban buscando para darle chicharrón. Dice que habla para sacar todo y no tragárselo.
Son casi las siete de la noche, la hora en que debe ir a la iglesia Alcance Victoria donde un pastor predicará la palabra de Dios. “Ven a visitarme a la iglesia para hablar. Allí estoy los miércoles y los domingos”, me dice mientras nos despedimos. Le dejo una moneda de 10 pesos y me da a cambio un par de dulces. Después se va. Quizás a su iglesia o quizás a comprarse un trago de alcohol.

“ESTABA MEJOR LA ZONA QUE EL PARQUE”
Después de que quitaron la zona de tolerancia las prostitutas, los músicos y los borrachos trasnochados, ya sin su trinchera, se dispersaron por toda la ciudad. En su lugar se encuentra el Parque Fundadores, inaugurado el 30 de junio de 1999. Antes de su construcción lo único que quedaba de la zona era su esqueleto, los puros huesos roídos. De los salones quedaron sólo las tapias porque se llevaron las láminas y las vigas. Ahora donde antes estaban erguidas las cantinas no hay más que vegetación, árboles, bancas metálicas, una pequeña cascada, un lago con peces, canchas. Donde antes había un borracho tirado ahora hay un niño o una niña rodando por el pasto o una pareja de novios sentados, abrazados o besándose. Aun así el señor Pepe, el de la voz privilegiada, afirma: “Estaba mejor la zona que el parque”.



Comentarios