Divorcios a fuego lento



Texto publicado en Revista de Coahuila n° 288, septiembre 2015


 Bun Alonso 


El punto de quiebre para Estrella fue cuando le dijo al que era su esposo que las niñas ya no tenían zapatos para ir a la escuela. «Son tus hijas, tu bronca, cómprales», le respondió. 

Estrella se casó a los 16 años. 21 después se separó. Ahora es una docente jubilada que ha comenzado una nueva relación amorosa a principios de este año.  

Una ilusoria equidad de género forma a veces parte de los motivos para divorciarse. Las mujeres ganaron terreno en sitios que antes estaban históricamente asignados para hombres: el trabajo, la política. Pero los que no cambiaron —¿o lo que sigue sin cambiar?— fueron los roles de las tareas domésticas: las mujeres, además de trabajar, siguieron haciéndose cargo de la crianza de los hijos, de la limpieza del hogar; siguieron siendo «amas de casa».

Después de dar clases Estrella salía casi corriendo para su casa a preparar la comida, cuidar a las niñas, ayudarles con sus tareas. El plan de su esposo no concordaba con el de ella: él quería seguir estudiando, «superarse», decía, y entonces, cuando las hijas estuvieran más grandes y pudieran valerse por sí mismas, sólo entonces le tocaba a ella «superarse».

Para Estrella una ruptura nunca se da de la noche a la mañana, sino que conlleva un proceso: se van acumulando los motivos. Entre los motivos estaba una infidelidad.

Trajo en su mente por vario tiempo la idea del divorcio, pero no se animaba. «Siempre traes lo de que “no, una mujer divorciada…” y que esto, uy, todos los prejuicios que te inculcan habidos y por haber». Pero el día en que le pidió para comprarle nuevos zapatos a las niñas, quedó convencida.
—Yo me quedo en la casa con mis hijas, porque el que falló aquí fuiste tú —le dijo a su ahora exesposo y él le pidió tiempo: una semana para pensarlo.

Cuando se llegó el plazo, no quiso hablar argumentando falta de tiempo, y salió a trabajar. Al regresar se encontró con todas sus cosas en cajas y maletas y con la chapa de la puerta cambiada. Estrella además había roto las fotos de la boda. «Hasta el peor criminal merece una segunda oportunidad», suplicó él. «Ya viviste con muchas oportunidades», dijo ella.

 Cuando se separaron, nunca le pidió a su exesposo pensión por las niñas. Ella sola cubrió todas las deudas. Sólo pidió dos cosas: que firmara el divorcio y los derechos de una casa de la que se debía la gran parte, pero él se resistió durante mucho tiempo. Se divorciaron oficialmente unos 10 años después de separarse.

Tras la separación, Estrella asistió a terapia psicológica junto con sus dos hijas. A la más pequeña, que en ese entonces tenía tres años, le había comenzado a salir canas.

El hombre con el que Estrella ha comenzado una relación también es un maestro jubilado que no se alcanzó a divorciar porque su esposa murió en el transcurso del proceso. Su matrimonio duró dos décadas. «Me enredé por otro lado», dice el hombre de más de 50 años cuando le pregunto por la causa de la separación. «Uno cree que nadie se da cuenta». Recuerda que su esposa se portó como una dama cuando le descubrió la infidelidad. Alrededor de febrero y marzo de 2009, dejó la casa donde vivía con ella y sus dos hijas adolescentes.

—A partir de ahí estuve todo el 2009, 2010, 2011 viviendo con la otra persona y en diciembre de 2011 fallece mi esposa; ya de ahí toma otro rumbo la situación.

Otro rumbo: se separa de la mujer por la cual había dejado a su esposa y decide volver al hogar para no dejar a sus hijas solas. Pero lo rechazan. Renta un cuarto donde vive algunos meses antes de reconciliarse con ellas.

Hoy Estrella y este hombre llevan una relación de pareja que aún no pasa de un año. Ambos vienen de matrimonios que duraron 21 años, ambos tienen dos hijas, ambos historias distintas.

Según las más recientes cifras del Instituto Nacional de Estadística y Geografía, para 2013 las parejas con 21 años de casados o más alcanzaron el primer lugar nacional en divorcios con 26 mil 342 casos, que representaron el 24.2 por ciento del total.

 
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Rolando me recibe una tarde en la sala de su casa en Torreón. Rolando se separó a los 39 años tras 15 de matrimonio. Era el 2004. Cuatro años atrás había comenzado a estudiar una maestría y su esposa una licenciatura. «Me la pasaba mucho tiempo pues en la escuela y en las actividades académicas. Viajaba mucho por mi trabajo y viajaba mucho también por cuestiones de la escuela», dice el hombre que hoy tiene un negocio de preparación de comida que vende después a tiendas de conveniencia. «Ella estudiaba en un plan que le dedicaba todo el sábado, desde muy temprano en la mañana hasta las seis de la tarde. Entonces pues de lunes a viernes era el trabajo, las actividades cotidianas más con los hijos, y el fin de semana pues ella prácticamente en la escuela».

En 2002 se mudaron para la Ciudad de México. Los estudios comenzaron a acercarlos con otras personas pero a alejarlos entre sí: empezó a disminuir la convivencia y los grupos de amigos empezaron a hacerse muy distintos. El poco tiempo que se veían era para pelear. Se desgastaron. Dijeron que se darían un tiempo, que la distancia los ayudaría a pensar mejor las cosas. Y lo pensaron mejor y los dos coincidieron como no habían coincidido en mucho tiempo: serían más felices separados. A pesar de eso, para Rolando sí fue doloroso separarse —y supone que para ella también. Entonces él decide regresar a Torreón. Se divorcian legalmente en 2007 porque no había prisa. Un día ella quiso formalizar. «No hubo mucho que negociar», dice Rolando.

Un año antes, en 2006, Rolando aún no superaba completamente la separación y vivía deprimido. Un amigo le habló de un grupo de acompañamiento para personas que estaban atravesando por algún tipo de pérdida: un divorcio, la viudez, la muerte de un hijo o de cualquier otro ser querido. Así Rolando llegó a Comenzar de Nuevo, un programa realizado por la Diócesis de Torreón. La primera vez que asistió, reflexiona ahora, no era el momento porque no estaba centrado, y dejó de ir. En 2008 volvió a iniciar una relación con una mujer con la que duró poco más de dos años. Tras su nuevo rompimiento, se dijo que algo estaba haciendo mal y regresó a Comenzar de Nuevo. «Lo viví de una manera muy distinta, mucho más intensamente, y ya con la firme intención de que ya no quiero volver a pasar por eso».

Y ya no ha vuelto a pasar por eso. Desde 2012 vive con Elsa, una mujer de 43 años que venía de un matrimonio de 11.

—Muchos celos, mucha posesión —dice Elsa enumerando los motivos de su divorcio—; fue violencia verbal.

Elsa termina la relación con el padre de sus dos hijos —un chico que hoy tiene 17 años y una chica de 13— en el 2007 pero el divorcio se realiza cinco años después. Para obtenerlo tuvo que pasar por una situación traumática. Fue el 23 de mayo de 2009, lo recuerda tan bien. «A mí me roban a mis hijos», dice ella queriéndose aguantar el llanto. «El papá de mis hijos me los roba y me los desaparece más de dos años».

Aunque el Código Penal de Coahuila contempla una sanción de uno a cuatro años de prisión por el delito de sustracción de menores, el esposo de Elsa nunca fue castigado. Incluso los chicos hoy viven con él, pero visitan constantemente a su madre.

—¿Él por qué tomó esta medida de llevarse a los niños?

—Pues realmente es algo que no he podido entender ni comprender —dice.

Antes de despedirnos, Elsa dice que ojalá su divorcio hubiera sido como el de Rolando, quien una tarde se sentó con la que dejaría de ser su esposa a tomar un café y firmar los papeles que los separarían legalmente.


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El Inegi ha contabilizado hasta el año 2013 las cifras relacionadas con divorcios. El instituto nos dice que en Coahuila, en ese año, la edad media de divorcios fue de 38 años para los hombres, mientras que las mujeres se divorciaron a una edad promedio de 36.


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Sergio es hijo de un matrimonio que duró 30 años, pero que había comenzado a pudrirse desde hacía mucho. Su padre le dedicaba más tiempo al alcohol que a su madre. «De hecho en la intimidad ella lo buscaba y él la rechazaba», dice. Sergio tiene dos hermanos, una hermana, y una madre de aproximadamente 48 años «maciza todavía».

—La fue tratando otro señor. Duraron así varios años de amantes viéndose a escondidas de mi papá —y por varios años quiere decir 13.

Sergio veía cuando su madre se bajaba del auto del Otro Señor a las puertas de su casa. Su padre también llegó a ver esa escena y eso lo orillaba a seguir refugiándose en el alcohol. Cuando los dos se lograban ver la cara, sólo era generalmente para insultarse. Ella lo corría de la casa, pero él no quería irse.

Cuando su madre por fin pudo expulsarlo fue cuando Sergio tuvo unos problemas en el barrio y unas personas lo sacaron «juido» y se tuvo que ir a Ciudad Juárez, Chihuahua —más tarde entiendo que esos problemas fueron problemas de drogas. Su padre se fue con él. Cuando regresaron, un año después, su madre ya estaba viviendo con el Otro Señor. «Mi papá entró en un estado de depresión de hasta quererse quitar la vida y todo ese pedo; mi papá duró un año y medio así, solo, triste».

Sus padres terminaron por divorciarse definitivamente hace cinco años, y hoy Sergio dice creer que la infidelidad de su madre no se debía tanto a la falta de amor sino de otra cosa: «Yo creo más bien lo hacía por necesidad, pues por dinero, porque ella nunca ha trabajado».

Su padre tiene hoy una nueva familia y dice Sergio que se le ve feliz; y su madre se separó del Otro Señor y hoy vive con otra pareja.  

La relación de los padres, y su posterior separación, generó conflictos en el resto de la familia. En Estados Unidos existe una psicóloga llamada Judith Wallerstein que afirma que el mayor impacto del divorcio no ocurre durante la infancia o adolescencia de los hijos, sino cuando éstos se convierten en adultos jóvenes y comienza a establecer sus propias relaciones de pareja.

Sergio —que hoy ronda los 30 años— por un tiempo le agarró resentimiento a su madre. «Y luego también un hermano, pos casi donde no le ponían atención ni nada, quién sabe, quién sabe qué rollos agarraría que al último, pues varios le echan la culpa a  ella, que por culpa de mi mamá él se hizo gay». Y después se fue a vivir a casa de su abuela. Su hermano el más pequeño pasaba el tiempo en la calle hasta que abandonó la casa también. «Y mi hermana seguía igual, como que agarró los mismos pasos que mi mamá», dice Sergio, «también andando con uno y con otro estando casada; que porque si mi mamá lo hacía por qué ella no». Cada uno tomó un rumbo diferente y Sergio eligió la ruta de las drogas, para que se le olvidara, dice, quería que se le olvidara todo eso.

Sergio cree que ahorita ya tiene una vida hecha: vive solo y tiene una novia con la que está próximo a juntarse. Va por su segunda experiencia de este tipo. Anteriormente ya había vivido junto con una chica pero la relación fracasó. Sergio pensaba todo el tiempo que ella lo iba a engañar tal como su madre lo hizo con su padre. Confiesa que incluso llegó a golpearla varias veces. «Por estar pensando chingaderas de ésas, de que me iba a hacer lo mismo que mi mamá». Se separaron por ese motivo y él descubrió que la chica en realidad nunca lo engañó.

—Ahorita con la muchacha que ando pues ando bien, ya no pienso en eso, pues ya… 

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