Somos mamás que nos volvimos locas



#DESAPARECIDAS
Irma Claribel Lamas López

Texto publicado en Revista de Coahuila n°307, abril 2017.

Bun Alonso

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Irma Claribel Lamas López, desaparecida en 2008
El miércoles 13 de agosto de 2008 Lucy López Castruita se descuidó, o eso cree ella. Esa tarde, como todas las tardes, comió junto a su esposo y su hija. Su hijo, que acababa de ingresar a la secundaria, llegaba por la noche; su otra hija, la mayor, se había casado hace poco tiempo. Después, como cada tarde, fue a tomar una siesta a su recámara, a donde la acompañó su hija, mientras su esposo salía a trabajar. “Ráscame la espalda, Cari”, le dijo Lucy. Se acostaron juntas. Se abrazaron. Lucy le hizo cariños. Platicaron un rato. Y se quedaron dormidas. Quince o veinte minutos después, cuando Lucy se despertó, su hija ya no estaba. En la recámara de Cari faltaba su ropa e incluso sus útiles escolares: todo se lo había llevado en dos maletas.

Irma Claribel Lamas López, o Cari, como le decían, tenía en ese entonces diecisiete años. Estaba por entrar al cuarto semestre de preparatoria y por esos días se encontraba de vacaciones. Es la segunda hija del matrimonio de Lucy y don Chuy, quienes se conocieron hace ya más de veintisiete años en la expo feria de Torreón, se hicieron novios, y a los pocos meses ya se estaban casando por lo civil. Días antes de ese 13 de agosto de 2008, Cari había conocido en una disco llamada Kapital a una chica de nombre Nayeli, quien le había contado que no era de Torreón sino de Monterrey, que vendía zapatos por catálogo y que, la próxima vez que viniera, le iba a traer muchos para que se los midiera. Esa noche Cari se había ido sin permiso de casa. Alrededor de las once, Lucy pensó que estaba con una vecina con la que solía juntarse, y entonces fue a buscarla.

—Marina, háblale a Cari —le gritó Lucy desde afuera de esa casa.
—No, no está aquí —contestaron desde dentro.
—¿Cómo?
—No está.
—Dile que ya es noche, que ya quiero que se venga a acostar, ya quiero cerrar la casa.
—No, no está —insistió la voz.

Después la llamó a su celular, y Cari contestó: “Ahí voy para allá, mami, ahorita voy, mami, no me tardo”. Cuando llegó, Lucy la regañó por haberse salido sin permiso, la castigó. Cuando se le pasó el coraje, su hija le platicó de la chica a la que había conocido. “Mami, anda mami, es que ni sabes”, le dijo. “Conocí a una muchacha bien linda persona, bien buena onda”. Cari se la describió como alguien de alrededor de veintisiete años, gordita y alta. Una muchacha de bonitos modos, pero “fellota”. Le platicó del asunto de los zapatos y Lucy le dijo:
—Ay, Cari, por favor, no te dejes deslumbrar por gente así.
—Pero ya se fue a Monterrey, tú ni te apures.

Pero Lucy sí tenía motivos para apurarse si le agregamos otra amistad de su hija de la que ella desconfiaba. Se trataba de Perla, una vecina que rondaba los treinta años, y de la que se comentaba que trabajaba en bares. Había noches en que le dejaba sus dos hijos pequeños a Cari, y ella le decía a su madre que era porque Perla se iba a vender burritos de hielera afuera de un bar junto con su novio. Pero Lucy sabía que era mentira: ya se comentaba entre los vecinos que sí trabajaba en un bar, pero no vendiendo burritos. Cari cuidaba a los niños, un pequeño y una pequeña. Los acostaba en la sala o en su recámara. Hasta que muy de madrugada, a eso de las tres, Perla volvía por ellos en el taxi de su novio —un auto de color dorado. Por las tardes regresaba y permanecía largo rato platicando con ella.  Mientras tanto, Cari hablaba todos los días por teléfono con Nayeli, su nueva amiga de la disco. Una noche antes de ese 13 de agosto, al terminar de hablar con ella, Cari le pidió a su madre permiso para ir a cuidar a Nayeli al hospital.

—¿Ya anda aquí otra vez ésa? —le contestó Lucy.

—Es que vino a dejar los zapatos, pero se enfermó y está en el seguro y no tiene nadie quien la cuide y necesito ir a cuidarla.

—No, Cari, no te vas a ir.
—Ándale, mami.

—A ver, ¿dónde está? —le preguntó una tía que se encontraba de visita.

—En el seguro.

—No, si viene de Monterrey no tiene por qué estar en el seguro. No me estés diciendo mentiras, Cari —dijo Lucy y zanjó la conversación.

Su hija dejó de insistir y, en cambio, se fue a su recámara y ya no salió en toda la noche. Por la mañana, Lucy la notó muy inquieta: salía y entraba de la recámara, se oía que movía muebles, iba por la escoba, por el trapeador, limpiaba. Llegó la hora de la comida y la acostumbrada siesta vespertina. Después nada. Se había ido.


Lucy López Castruita
***
Lucy se dio cuenta pronto de que su hija había escapado. Pensó, también, pronto: llamó a la línea de taxis que estaba cerca de su casa y preguntó si su hija había pedido un taxi. Sí lo había hecho. Habló con el conductor que la había recogido y le dijo que su hija le había pedido llevarla a una colonia al oriente de la ciudad. Don Chuy llegó pronto a casa y entonces fueron en su camioneta a la dirección que había dado el taxista a Lucy. Al llegar, vieron a su hija sentada afuera de una casa, hablando por celular. Pero, al darse cuenta que sus papás estaban tras ella, se metió. Tocaron, tocaron a la puerta, le gritaron. Lucy recuerda que hicieron eso por horas —dos, tres horas, pero quizás fue menos. Pasó una patrulla y la pararon: pidieron ayuda para sacar a su hija de ahí. Los policías les dijeron que bueno, pues ella es menor de edad, pongan una denuncia por secuestro. Entonces fue cuando salió un hombre de aquella casa y les dijo que no, que su hija no quería irse y no podían obligarla. “Cari, dile a tu mamá que no te vas a ir”, dijo el hombre. Y Cari se asomó por la venta y dijo: “No, no me voy a ir, ya váyanse”.

Y se fueron. Don Chuy quería poner la denuncia, pero Lucy estaba tan molesta que no quiso. “No, déjala, si quiere quedarse entre el mugrero que se quede”. La dureza le duró poco: los tres días que siguieron fueron de llorar. Pero también de investigar de quién era aquella casa. Le comenzaron a decir los vecinos que Perla vivía por esos rumbos también con una persona. Además a Lucy se le hizo muy conocido el auto dorado que estaba afuera de esa casa del oriente: sospechaba que era el que usaba como taxi el novio de Perla. Por esos días, su esposo, don Chuy, confirmó las sospechas.

—Ahí anda Perla —le dijo a Lucy —. En una camioneta verde grandota, como una Blazer, con el muchacho que salió el día que buscamos a Cari.

—Ah, entonces es el taxista.

—Sí, con él. Pero trae placas de Monterrey.

—Esa camioneta no estaba.

A la semana de haberse ido Cari, los vecinos se dan cuenta que Perla anda por la colonia otra vez,
en la plaza de la colonia. Lucy decide encararla y le pide a una vecina que la acompañe.

—¿Dónde tienes a mi hija? ¿Dónde está mi hija? —le dijo como quien no.

—No, señora, yo la fui a dejar a la central camionera después de que se vinieron ustedes —contestó Perla aquella tarde, y que allá la estaba esperando una amiga que había conocido en la disco y que ella no sabía nada: “no, señora, ya no supe nada”.

Entonces le siguió contando: que la habían llevado ella y su novio y que a la amiga no la habían visto porque sólo la habían dejado en la entrada y se habían ido después. Que Cari le había contado que su amiga la había invitado a la inauguración de una disco en Saltillo, que ella le iba a pagar todo, los pasajes, las entradas, todo.

El coraje y enojo que al principio había sentido Lucy para con su hija, ahora parecía que se lo había transmitido a don Chuy: él estaba tan enojado que tuvo que ir Lucy sola a poner la denuncia a la Procuraduría más de veinte días después, cuando las esperanzas de que su hija volviera se habían esfumado. Desde entonces, sus primeros pasos en la búsqueda los hizo sola. Sola averiguó en Telcel los últimos números telefónicos con los que interactuó el celular de Irma: descubrió que las últimas llamadas y mensajes provenían de números con lada de fuera. También averiguó en la Central de Autobuses y encontró que se compraron dos boletos para Saltillo a un nombre de mujer que ya no recuerda pero que no era el de Nayeli. Llevó esas pruebas a la Procuraduría General de Justicia del Estado de Coahuila en su delegación Laguna. Dio su declaración. Durante un año sus visitas a la Procuraduría se hicieron constantes: se estaba ahí desde la mañana esperando avances en la investigación, en días de lluvias, de fríos, hasta que por una razón o por otra su licenciada ya no la recibía. Durante ese año también viajaba a Saltillo y se quedaba con su hermana que vive allá, tratando de rastrear alguna pista. Un mes y pocos días después de que Cari se había ido, el novio de Perla se presentó en casa de Lucy y don Chuy para entregarles las dos maletas. Les dijo que Cari se había llevado sólo un cambio de ropa en una mochila porque dijo que iba y regresaba: “Esto fue lo que dejó y ahí se los dejo”.

Monólogo

Yo ya no estaba bien, yo ya andaba mal psicológicamente. Ya andaba muy mal. Yo traía un montón de fotografías de mi hija en un sobre junto con el expediente de mi declaración cuando puse la denuncia. En esos días mi papá estaba enfermo de cáncer. Me dieron el diagnóstico de cáncer, y ya iba yo con el doctor y me llevaba los papeles de mi hija en la mano. Me decía mi mamá “a dónde vas”. Le decía yo “pues no sé, yo creo a la Procuraduría”. Pero realmente no iba a Procuraduría, iba a caminar por las calles nada más con mis fotografías, nada más a enseñarle a la gente mis fotografías. La gente te juzga y juzga a la niña, empiezan a juzgarte: que qué puedo esperar pues si andaba mal, que si se juntaba con esas personas, que ya la deje pues si eso es lo que ella quiere. Entonces a mí mi corazón me decía que mi hija no puede irse así nada más, porque ella y yo éramos muy unidas. Lo que pasó sí fue esta mala amistad, pero cuando esta muchacha la invitó a Saltillo dice que le dijo “de seguro mi mamá me va a regañar”, le dijo a Perla, la mujer que la invitó a su casa. Le dijo “pues te vas a vivir a mi casa”. Entonces ella llevaba todo preparado porque según se iba a ir con esa mujer que conoció; esa otra persona que conoció se iba a regresar, se suponía, eran los planes, yo la iba a correr, la iba a regañar y ella iba a aprovechar para irse ahí con esa mujer. Que le empezaba a gustar la vida nocturna porque mi hija no salía. Pero como dos o tres meses antes, se me salió mucho de las manos. Yo trataba de corregirla, de evitarle esa amistad porque mi hija tenía diecisiete años y esta mujer veintiséis, me parece, y ya con dos hijos y ya casada y con un amante. De repente también pienso que no fue casualidad que mi hija haya conocido a esa persona en la disco; siento que fue algo que le pusieron, sí, porque se me hace mucha casualidad: mi hija se va a la casa de esa mujer, la persona viene de Monterrey, va y la deja a la central. Yo no estaba bien psicológicamente. A Saltillo iba pero ya nada más iba por ir, porque ni siquiera llegaba allá a ninguna dependencia porque, como no me hacían caso, yo ya no creía en las leyes, ya no creía en nada pero yo quería yo encontrar a mi hija; como me dijeron que en Saltillo, que a una disco a Saltillo, yo me iba y hasta de raid porque aquí se me agotó todo el dinero, o sea, me agoté las tarjetas de crédito. En ese tiempo tenía un negocio yo y manejaba tres tarjetas de crédito y dejé de pagar Sección Amarilla, dejé de pagar teléfono, luz, agua, me empezaron a cortar todo. Me decían “dicen que la vieron en Saltillo”, yo iba y pagaba con la tarjeta el boleto y con eso me iba y si me daba hambre allá, con la tarjeta comía y luego me regresaba con la tarjeta, y los taxis allá me los aventaba sin tarjeta; los camiones, a veces nada más con cien pesos que me llevaba de aquí para las rutas allá y así. Me subía en una ruta, y me acuerdo que un día se me hizo noche y la ruta se paró en un cerro, brincó un cerro y se paró y luego le dije “de aquí a dónde va, señor”. Dijo “no, señora, yo hasta aquí llego”. Dije “¿andamos muy lejos del centro?”. “Sí, señora, mucho muy lejos”. “¿Y cómo le hago pa regresar?”. “No”, dijo, “ya no salen rutas de aquí”. Y luego dice una señora “no, señora, aquí está muy peligrosa esta colonia”. Dije “es que busco a mi hija”. Yo le enseñaba las fotos: “¿No la ha visto?”. “No, señora, ahorita la vamos a dejar a donde puede agarrar una ruta”. Y me fueron a dejar ellos y llegué a la casa como a la una de la mañana. Yo andaba sola, totalmente.


***
—Somos mamás que nos volvimos locas buscando a los hijos de otras mamás que también se volvieron locas —nos dijo Lucy, a mí y a otra reportera, una tarde durante una jornada de búsqueda de desaparecidos por el desierto del estado de Coahuila. Era una de esas búsquedas que desde enero de 2015 organiza el Grupo Vida.

—Yo sé que hay como una conexión entre quien la enganchó y la otra que la enganchó, o sea, ahí  hay dos ganchos. Pero pues nada más está conmigo eso, yo tengo que hacer esa investigación, yo —me dice Lucy ahora en la sala de su casa.

Tuvieron que pasar cinco años para que pusiera una nueva denuncia: acudió a la CEAV delegación Torreón —Comisión Ejecutiva de Atención a Víctimas—, donde un licenciado de ahí la acompañó a la procuraduría donde había puesto la primera denuncia.

—Y luego llega y le dice a la licenciada “necesito que me dé el expediente tal”, entonces se va la licenciada y tarda mucho. Cuando lo trae, lo trae hasta como comido de ratón y así todo aterrado, como arrugado —me dice Lucy, y que no era ni siquiera un expediente sino sólo la denuncia.

Las pruebas que ella había llevado —los números de teléfono que había investigado en Telcel, el nombre de la mujer que había comprado los boletos en la central de autobuses, y una declaración de Perla y su novio donde negaban conocer a Cari, no estaban: desaparecidas.

—O sea, realmente era la pura denuncia, no había ningún avance y habían pasado cinco años, cinco años —dice Lucy, y que al día siguiente fue a poner una nueva denuncia a la PGR.

Aun así los avances han sido cuestión de nada. Sólo las pesquisas que ella ha hecho son las que la llevan a sacar conclusiones: que Perla ahora vive en Monterrey donde incluso ella y su novio tienen bares, que un tío de ella también tiene bares donde trabajan chicas menores de edad, que Perla ha “invitado” a varias chicas de por aquí a trabajar en bares, que a una incluso se la llevó a Monterrey pero luego regresó. Por eso ahora Lucy y don Chuy creen que su hija estuvo —o está— en esa ciudad, siendo víctima de trata. Pero nadie confirma nada. Dice que todos los vecinos lo saben pero nadie se anima a declarar. Así que sólo se queda en el aire. Y las autoridades, en casi nueve años, tampoco han confirmado nada. La plática de esta tarde resulta algo significativa: es algo así como la despedida de Lucy y don Chuy del Grupo Vida. Decidieron dejar el grupo hace unas semanas por problemas con otros integrantes, problemas de organización. 

—Hoy emprendo mi vuelo yo sola —me dice Lucy—. A lo mejor y no me fue muy bien en el grupo, no era lo que yo esperaba, yo esperaba otra cosa, entonces a lo mejor espero, como te dije, magia y no encontré esa magia. A lo mejor soy yo la que estoy mal, la que espero mucho más.

Hacía pocos días que había cumplido con su último compromiso con el grupo: una viaje a Ciudad Juárez, Chihuahua, la visita del papa Francisco. Ahora comienza a anochecer, el ambiente es tranquilo en esta casa, su hijo aún no llega, sólo estamos don Chuy, Lucy y yo y es la hora de cenar. Está también un cuadro en la pared con una fotografía de su hija mayor cuando cumplió 15 años. Al lado hay otro cuadro, pero con la foto de Cari: vestido rosa que se va abriendo como flor a partir de la cintura, corona blanca sobre la cabeza, el brazo izquierdo recargado sobre un pilar: son sus 15 años también. Ahora el vuelo de Lucy inicia:

—Y yo me voy a Monterrey, pongo mi denuncia y si no me hacen caso yo voy a andar sola, a mí ya no me importa —me dice Lucy—. A mí me acabaron ya mi vida, ya me la fregaron, yo ya quiero ver a mi hija a como dé lugar, yo quiero ver a mi hija, yo quiero abrazar a mi hija, yo quiero saber de ella porque a mi hija no pudo habérsela tragado la tierra —me dice Lucy—. Mi hija.

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