La televisión y su perspectiva de clase



Publicado en el periódico kioSco nº88, enero 2013

Bun Alonso

Arrancaré este tema trayendo a colación el asunto de la muerte de la cantante grupera Jenny Rivera ocurrido hace unas semanas, pues fue dicho suceso el que me ha dispuesto a esgrimir estas leves reflexiones.

El torrente de homenajes y programas especiales que se le brindó no sorprende viniendo de televisoras cuya función es articular los intereses de las clases dominantes y vender, así el producto sea la muerte. No por ello, el que siga sucediendo esta clase de eventos, exime la crítica y la señalización.

Esto no va precisamente en contra de la difunta cantante, no se personaliza. Así hubiera sido el fallecido cualquier otro cantante, de cualquier género, con relevancia dentro de la empresa Televisa, igual de intensa hubiera sido la cobertura mediática y el nivel de endiosamiento mediante edulcorados programas.

El discurso dominado por el fatal accidente de la grupera fue presentado de manera constante hasta volver a la víctima de éste una figura representativa de la mujer mexicana, un ejemplo a seguir por cualquier madre del país, una gran cantante que siempre luchó por lo que quería. Ya creado y domesticado el concepto es fácil que entre en el pensamiento mexicano.

¿Y cuál es el concepto que se propagó en esta ocasión? Primero, por la repetición incesante de sus canciones y el mensaje que sus letras proyectaban, el de sentido de propiedad sobre otro ser humano y de superioridad al ganarse un título social, el de “señora”, obtenido por el hecho de tener una familia nuclear (padres e hijos).

Segundo, por el tratamiento que se le dio a su biografía, el de pasar de ser una persona “humilde” a una exitosa cantante y triunfadora.

Las trasnacionales mediáticas y sus repetidoras nacionales, se encargan de legitimar la adoración por tal o cual personalidad del espectáculo que pocas características tiene en realidad de enaltecedoras y que más bien reproduce estereotipos de género o promueve el machismo.

La creación de este tipo de ídolos y sus respectivas particularidades es apenas una forma que el sistema de televisión hegemónico utiliza para moldear estándares de los roles que corresponden a cada clase social.

Antes estuvieron las telenovelas. Éstas crean otro mundo, con personajes y sucesos que poco se parecen a las historias reales de la vida. La pantalla muestra a los ganadores, guapos y guapas con sus joyas y sus puestos empresariales; pero también a su contraparte, los pobres y la clase media. La narración principal de las telenovelas mexicanas se centra en la familia. Y el conflicto es que la familia “de abajo” aspire a llegar a las altas esferas sociales, siendo aceptada sólo mediante el progreso económico.

Estos melodramas también poseen toques de identificación nacional, mas lo que subyace tras esto es el reforzamiento de estereotipos. Por lo general vemos al personaje “típico” con sus frases populacheras, al homosexual de modos amanerados, la sirvienta proveniente de un pueblo, a la mujer sujeta al goce del macho y éste como sinónimo de virilidad mas no de delicadeza.

El advenimiento de formatos de programas tales como los talk y reality shows y concursos interactivos han integrado al simple televidente como parte esencial del discurso televisivo. Por lo que se le ha restado importancia a lo que sucede del otro lado de “la ventana del mundo”. Ahora lo importante es el sujeto dispuesto a mostrar su interioridad frente a las cámaras, sus problemas cotidianos, su llanto, su alegría. Los vasallos de los magnates de la comunicación hilvanan historias escarbando en los parajes del entramado social y sus protagonistas no son actores profesionales.

Son los llamados talk shows, a los cuales se les puede nombrar como una telenovela en vivo. Hay llantos, peleas, mujeres engañadas y vilipendiadas, machos ofendidos, reconciliaciones, y otras características propias de las telenovelas. El consumo en horas de estos shows a diferencia de las telenovelas, cuyo consumo puede llegar a ser de más de doscientas, es de sólo una.

Los panelistas mostrados pertenecen a las clases populares, por supuesto. Son los de abajo los más propensos a sufrir problemas de infidelidades, de engaños, de robos. Claro, según la lógica de la televisión. Sin embargo la clase alta nunca es expuesta con estas problemáticas. Al contrario, es ésta la que tiende su mano comprensible y conciliadora a “los proles”. Generalmente este tipo de programas cuentan con un o una psicóloga, sexóloga o consejera matrimonial que van en ayuda de los panelistas. La gente de clase baja siempre necesitará de la gente de clase alta para poder “salir adelante”, parece ser el mensaje de este tipo de producciones.

Por otro lado, los propagadores de las verdades únicas logran conmover con eventos de filantropía burguesa. En eventos como el Teletón es cuando conjuntan intereses los más poderosos para lograr la evasión fiscal de impuestos y aprovechar para darle a sus negocios una lavadita de imagen colocándose una fachada de empresa socialmente responsable.

La ayuda, otra vez, se da de arriba hacia abajo. Es caridad y es humillante. ¿Por qué? Porque la desatención médica para personas con discapacidad es la consecuencia de un orden social concreto y mientras éste se mantenga intacto la desatención seguirá. Eventos como el Teletón fungen de analgésico que en definitiva no logran mitigar nada, excepto la responsabilidad de los gobernantes para con la problemática. Pero lo que resulta hilarante es que si escarbamos más al fondo de esto nos encontramos con que es gente rica pidiendo dinero a gente pobre.

Los más afectados de estos aparatajes de ideología son las personas de las clases populares y entre ellas, más específico, las mujeres, los indígenas, campesinos, homosexuales, negros y jóvenes “ninis”. La estrategia es ya no ocultarlos sino más bien reforzar su condición de víctimas y deducirlos a representaciones de ignorantes, malolientes, pervertidos, vándalos, provocadores de la violencia. Tales imágenes funcionan como pretexto perfecto para que la misma población justifique políticas de represión en contra de ellos mismos.

Y por consecuencia de esto tenemos a la criminalización de la protesta social. Tomemos, para ejemplificar, los sucesos del 1ero de diciembre en la toma de posesión de Peña Nieto. Vimos cómo desde los medios nacionales permeo un tipo de discurso hasta la población de clase media. Los inconformes con la manera en la que se llevaron las protestas polemizaron ante tanto cristal roto, ante bancos semiquemados, tiendas transnacionales de ropa saqueadas. Para muchos resultó inaceptable que esas corporaciones garantes de la banalidad y del consumismo fueran “dañadas”.

La industria de la televisión creó códigos y señales a los que la población más ideologizada por ella reacciona por creer que su “estabilidad” está en peligro.            

Seguramente sin darse cuenta de que son víctimas de lo que les llega, por cultura, como civilización. Ellos, que están endeudados con el banco o en tiendas como Coppel por la pantalla de incontables pulgadas que sacaron o que todavía deben los iPhone que compraron para sus tres hijos, ellos son los civilizados; los otros, los que protestan por sus derechos, los indígenas armados al sur del país, los campesinos que exigen tierras, son los incivilizados.

Para los artífices de este tipo de pensamiento son meras trivialidades el acoso a comunidades indígenas, las condiciones infrahumanas de los mineros, la muerte de personas por hambre o por enfermedades curables.

Los canales televisivos que predominan son, lógicamente, lo de la clase dominante y mediante el uso de ellos es que logra imponer sus ideas. Con este medio de producción intelectual es fácil manejar la voluntad de las masas. Por la pantalla venden una sociedad libre y culturalmente diversa e instalan sus valores como regla universal en supuestamente beneficio de todos, cuando en realidad sólo es en beneficio de su sector.

Una de las tantas funciones que cumple la televisión en nuestro contexto es escamotear la ilusión de lograr cambiar la lógica que impera desde arriba, siempre tan injusta. Nos encuadra el camino y no nos deja ver fuera de esta sociedad altamente seducida por el valor de la pertenencia y por la ideología egoísta de la superación personal.

Ver televisión, y por tanto analizar televisión, es un proceso condicionado por elementos culturales, generalmente atravesados por la tendencia clasista, racista, patriarcal, entre otras.

Este proceso ideológico-televisivo atornilla la aceptación de la importancia impagable de la “ayuda civilizada” de las clases pudientes, y perpetua nuestra postración y dependencia hacia ellas en agradecimiento a su mano sensible y comprensiva siempre dispuesta a sacarnos de nuestro largo letargo de miseria y pobreza, condiciones que el sistema que ellos eternizan es el principal creador.

El menú servido para nuestro “sano entretenimiento” en realidad esconde la celebración de los dueños de las televisoras hegemónicas por la vigencia imperturbable de su cultura, por el avasallamiento de su aparato ideológico y de su modelo de civilización.

Tenemos una televisión, principalmente la que se transmite abierta, que fractura la solidaridad mediante anuncios de consumo, que presenta shows casi circenses al tiempo que difumina movilizaciones colectivas anticapitalistas o de reivindicaciones de derechos, que celebra una implícita superioridad de los que más tienen económicamente. La falsa conciencia de clase triunfa.

Las diferentes covachas que quedan para refugiarse de tanta banalidad y engaño, son al mismo tiempo rampas que sirven como salida y combate contra el cinismo. Finquemos nuestra esperanza en que publicaciones como ésta y muchas otras ayuden a edificar dichas rampas.

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