Las mujeres después de La Zona


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rónica publicada en Revista de Coahuila n° 276, septiembre 2014

A Torreón le nacieron las cantinas como un gran lunar al poniente de su cuerpo. La zona de tolerancia conglomeró durante casi toda la segunda mitad del siglo pasado, a los borrachos y prostitutas de La Laguna. No en vano la gente ha acuñado los nombres de Putorreón y Comarca Cantinera. Conocida también como la zonaja o la zonguirirongui, este lugar hizo de la ciudad un gran prostíbulo.
Torreón tenía entonces una de las zonas rojas más grandes del país. Hasta que hace más de 20 años un manotazo proveniente del ayuntamiento cayó sobre ella, provocando que toda la fauna tabernera se esparciera por los alrededores como cucarachas despavoridas. Muchas de las prostitutas que trabajaban allí se fueron para otros lugares, como a Ciudad Juárez, a buscar otro sitio donde trabajar. Algunas otras permanecieron en la ciudad. Hoy encontrar a esas mujeres que se quedaron resulta difícil. Algunos habitantes de las colonias del poniente cuentan que ya muchas murieron, y las que aún habitan se niegan a hablar negando que alguna vez trabajaron en la zona.
Antonio1, un excantinero, dice que parían como conejas. A él le tocó ver muchas veces cómo regalaban a sus hijos. Por eso dicen que hoy en Torreón abundan los hijos de puta. Pero había también las que se acaramelaban el corazón y no se deshacían de su criatura. Para ellas los patrones y los padrotes pusieron una guardería.  “Donde topa, ahí está”, dice Antonio mientras señala al fondo de la colonia Martínez Adame. “Los cantineros se la dieron a las viejas, pa que cuando salieran panzonas no anduvieran sufriendo los niños”. Ahora esa guardería se ha convertido en un centro del DIF. 
En uno de mis recorridos por la búsqueda de esas mujeres, me encuentro con una anciana sentada en una mecedora afuera de su casa. La vivienda se nota deteriorada, en abandono. Dice que les lavaba la ropa a las prostitutas, pero que ya casi no recuerda nada. Más tarde me voy a enterar de que ella además se encargaba de cuidar a los hijos de esas mujeres.  “Esa viejilla que vio usted allí cuidó a mis hijas y a muchos así, a todos los hijos de las de la zona, pero los trataba muy mal, decía ‘ora tú no vas a comer, cabrón, vas a tragar pura verga porque tu mamá no ha traido el chivo, hijo de tu pinche madre’”, comenta Chabela, una de las exprostitutas con quien logré hablar y que se animó a contarme su historia.

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Cuando la mujer grita “oh, pues si no me lo voy a meter al cuarto”, los dos hombres que la acompañan se sueltan riendo.  El comentario fue en claro tono de broma. Son cerca de las tres de la tarde y Chabela, sentada afuera de su casa, responde a los saludos de las personas que pasan por ahí. Los hombres que se encuentran con ella son sus vecinos con quienes suele salir a platicar.
                “Sí, pues yo trabajé allí porque tenía necesidad para mis hijas —dice con un tono cantadito, muy norteño aunque haya nacido en Aguascalientes, y continúa—. Tenía dos hijas y trabajé mucho, pero pues ahora dicen ellas que yo las traté mal porque yo fui muy delicada con ellas…”. Comienza a sollozar apenas le brota el recuerdo.
                Chabela tiene ahora 79 años. Dejó la prostitución más o menos a los 44 para casarse algunos años después, en 1985. El bodorrio se celebró precisamente aquí, donde estamos platicando: afuera de esta casa color verdoso deslavado, en una calle de la colonia Nueva Rosita. “Adentro estaba el pastelote, pues mi esposo era panadero, y allí en el pasillo había 15 cartones de cerveza”.  
El nombre de su esposo era Nicolás Bolaños. Se conocieron dentro de la zona cuando él tenía 23 años y ella 22. Fue él quien la sacó de trabajar de allí, dio sus apellidos legalmente a sus dos hijas y les puso casa. Tuvieron tres hijos varones, dos eran cuates. Todos murieron recién nacidos. Por eso ahora, dice, le gustan los niños. “Papá, hermosooo”, le grita a un pequeño que sale de la casa de enfrente. Dice que lo quiere mucho porque se acuerda que Dios no le quiso dar un hijo varón.     
—Y luego ya se enfermó éeeeel, duré siete años batallando con éeeeel —y alarga los él, casi cantándolos—. En el 96 se murió, tengo 20 años de viuda, pero me dejó la pensión y me compró esta casita; pero pues así sola a veces estoy muy triste, a veces lloro, porque ya no quiero a naiden, no, pues yo lo quise mucho a éeeeel. 
—¿Después de que murió ya no se volvió a casar o a tener pareja? —pregunto.
—No, no, yo lo quise mucho a éeeeel y… —se le atoran las palabras en su ancha garganta y comienza a llorar y como puede continúa— ya no me hallo otra pareja como la déeeeel.
                Chabela casi ya no pude caminar. Tiene nueve hernias en la columna, según le dijeron los doctores, que le salieron por los costales de maíz, frijol, papas y de camote que cargaba en Aguascalientes cuando era niña y trabajaba en el campo, antes de ser robada por un padrote a los 14 años quien se la llevó a Nochistlán, Zacatecas donde ella lloraba por tener que acostarse con hombres que no conocía, para después llevársela a Gómez Palacio, Durango donde una noche fue obligada a acostarse con tres hombres en una casa de citas, hasta que logró zafarse de él para hacerse querida de otro hombre que la golpeaba mucho y para, finalmente, dejarlo también y venirse para Torreón, donde entró a trabajar a la zona y conoció a su esposo de quien ella dice que una vieja lo embrujó y que ningún curandero pudo romperle nunca el embrujo porque la mujer que lo había hechizado ya se había muerto, hasta que trajo a un brujo de la Ciudad de México quien al entrar a la casa se le puso la piel chinita y dijo ese señor está muy malo, y tras echarle la baraja auguró que su esposo ya no pasaba de las seis semanas. Eso sucedió el 6 de diciembre de 1995. Un mes exacto después murió.
Sobre Ramiro Rodríguez, el hombre que la metió a esa vida de la que Chabela ni aunque naciera otra vez quisiera volver, dice: “Mugre viejo, pero ha de estar ardiendo en el infierno porque nunca le perdoné todo lo que me hizo”. Sus palabras son rotundas como su cuerpo.
Él fue también el que le hizo las dos hijas que tiene. Le hizo también un hijo varón, pero murió al nacer. En total: Dios le quitó cuatro niños.      

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Don Sebas2, quien fuera cantinero en la zona, cuenta que en ese lugar asesinaron a muchas mujeres, que los mismos clientes las mataban. Recuerda, sobre todo, a una:
Pati, una prostituta de 18 años, se encuentra en un piso de un hotel dentro de la zona. Escudriña la cartera del ranchero con el que se acaba de acostar. Éste se encuentra todavía echado en la cama, dormido, roncando extasiado y desnudo mostrando su panza redonda, su pecho cubierto por una espesa jungla de pelos y su pene flácido como si fuera una entraña mal expulsada. Despierta en el momento en que Pati se guarda unos cuantos billetes. Encabronado se levanta, le pone un puñetazo en el estómago a Pati, ella suelta los billetes, él con una mano la toma del cabello y con su otra manaza le arrecia una cachetada, ella le pone levemente un rodillazo en la entrepierna, pero él apenas se duele y no la suelta, ella lo araña; entonces el ranchero la acerca hacia la ventana, la abre, apacigua a Pati estampándole otro cachetadón, y la arroja por ahí. Abajo, la cabeza de Pati se derrama poco a poco como las botellas que yacen quebradas por cualquier cantina a esa hora de la mañana.                      

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Si uno se agarra caminando por la calle Múzquiz hasta casi llegar a La Alianza, uno se va a encontrar en el camino con una callejuela que topa al otro lado con un costado del Museo del Algodón. No tiene ningún letrero que diga su nombre, pero dicen que se llama privada 5 de Mayo, y algunos la conocen simplemente como la privada o como calle Coahuila.     
                La callecita está atestada de cantinas. En medio de una de las aceras hay un hotel, y afuera de él se congrega un grupito de cinco a siete prostitutas esperando por clientes.   
                En la esquina con Múzquiz una señora de 51 años, a la que llamaremos Eugenia, admite rápidamente que ella empezó a prostituirse en la zona cuando tenía más o menos 13, en los años 80. Esta mujer de piel renegrida comenzó en ese negocio por el mismo motivo que lo hicieron muchas, y lo siguen haciendo actualmente: la necesidad de mantener a su familia. Aunque Eugenia no tenía hijos, sí tenía una madre y un padre de los que ella se hacía cargo. En la zona estuvo hasta que la clausuraron. Recuerda muy bien el nombre de quien lo hizo: Carlos Román Cepeda, entonces alcalde priista. Y cómo va a olvidar el nombre de alguien que, dice, provocó que toda la prostitución se regara, dejando a muchas a día de hoy arrumbadas en la pobreza, como a ella: “Fíjese, como ahorita no tengo ni en qué vivir, ya me andan pidiendo allí. Dígame, ¿a quién transcurro? A nadie. A veces ni pa comer”. Vive sola en el fraccionamiento Ana, a donde quisiera ya irse a dormir, “pero aquí estoy, no traigo ni pa irme”. Sí, allí está sentada sobre una silla que le prestan, esperando por clientes que ya ni en su imaginación llegan como antes cuando era joven, casi una niña.
                Le pregunto si esta privada es peligrosa. Responde que sí, que ha habido muchos asesinatos. Y no miente. El 19 de febrero de 2011 el periódico Vanguardia reportó que “antes de las 17:00 horas un grupo armado que viajaba en una camioneta Nitro y dos automóviles, un Nissan Tsuru y otro Chevrolet Malibú, arribó a la Privada 5 de Mayo entre la calles Múzquiz y Torreón Viejo”. Los agresores entraron a varios bares dejando cinco personas muertas y nueve heridas, entre ellas una niña de dos años. Más reciente, el cuatro de agosto de este año, El Siglo de Torreón reportó en sus páginas la muerte de un hombre por fractura de cráneo. El hombre fue encontrado por la noche, tirado en una de las esquinas de esta privada.

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A Juana Barrientos, una anciana de ojos color cristalino como de canicas, le pagaban por tomar en la zona. Y se la pasaba bien, le gustaba darle vuelo a la hilacha: “Iba cuando yo quería vacilar ahí un rato”.
                Como muchas personas de su edad, pasa las tardes sofocando al calor sentada afuera de su casa. Adentro dos mujeres hablan casi a gritos, mientras Juana admite que esa vida era muy bonita pero sabiéndola vivir, y cuando le pregunto qué hacía en la zona responde que acompañaba a los clientes y le daban cinco pesos por cada cerveza que se tomaba con ellos, recuerda los nombres de algunas cantinas como Los compadres o el Casa Blanca.
Una vejez privilegiada si la comparamos con las de las otras mujeres que desfilaron por estas páginas: Juana está pensionada por el Club Campestre de Saltillo, donde trabajó en el área de limpieza; allá se compró una casa que después vendió para comprar otra en la colonia División del Norte en Torreón; y hoy vive en la Nueva Rosita con parte de su familia.
A Juana también la zona la dejó marcada de por vida, pero a diferencia de Chabela o de Eugenia, su marca consiste en un tatuaje en el dedo medio de la mano derecha que hoy el tiempo y las arrugas casi lo han borrado. Un día dentro de una cantina “estaba muy cruzada de piernas y alguien me hizo así de puro relajo y yo de volada me dejé”. Y allí quedaron, desde entonces, una jota y una be: las iniciales de su nombre.   

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La zona de tolerancia fue aniquilada en enero de 1991.  
Chabela recuerda de esta manera la madrugada en que la policía desalojó: “Ese cabrón fue el que quitó la zona (Román Cepeda) y luego tan feo que la quitó, cómo no les avisó. De repente así, chingue su madre. Al otro día yo oía la veriguata y luego le dije a mi viejo ‘déjame levantarme, quién sabe qué se oye, mucha veriguata de hombres y de mujeres y luego se oyen carros’, y luego me asomé; ¡nombre!, las mujeres hasta en puro fondo, donde las echaron pa fuera y el dinero y todo se quedó allí adentro. Desde las cuatro de la mañana se empezó a oír el gritadero, y que ‘¡chingue a su madre Román Cepeda!’ se oía”.
Eugenia cuenta que después de que la quitaron, los que allí trabajaban y vivían realizaron protestas en defensa de la zona: “Invadimos el puente pa que no pasara gente —se refiere el hoy puente plateado—, pa que nos oyeran porque necesitábamos trabajo. Hicimos paros y todo pero pues no, no hubo nada, nomás lo que entró fue la policía a quitarnos los palos que traíamos y botellas y todo.  (…) Toda la mujer de la vida, jotitos, dueños y todo pero pues no se hizo nada… y ni se hará, tantos años, ahora ya menos, y andamos rodando de lado a lado donde el gobierno no hace nada pa uno… y ni hará nunca”.
En el acta de cabildo del día 28 de febrero de 1991 se lee: “Dice el regidor que la orden emanó de la Presidencia Municipal directamente y que el día de los hechos él no estuvo presente por no haber sido comunicado acerca del operativo; que el cierre de la zona de tolerancia se hizo en base a una fundamentación legal en la constitución general de la república y la particular del estado y la ley estatal de salud”.


Notas:
        1. Su historia apareció en la crónica “Los hombres después de La Zona” (número 275, agosto 2014).
2.  Ídem. 

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