Los que vuelven ya no salen (tres historias que huyen)


Crónica publicada en Revista de Coahuila n° 277, octubre 2014

Uno
Honduras se ha convertido en una nación de Maras. Los mareros llevan años atemorizando a los habitantes: los extorsionan, les cobran el “impuesto de guerra”, los secuestran, los reclutan, los asesinan, les quitan sus casas. Miles de hondureños siguen huyendo de su país por esta razón. Una vez que se ajustan la mochila al hombro y dejan todo atrás, los integrantes de la Mara Salvatrucha saquean sus casas o las habitan hasta que son desalojados por la policía.
Esto me lo ha contado Carlos Soto Gutiérrez en el patio central de la Posada del Peregrino de Cáritas, donde en una fila de sillas contra la pared están sentados algunos miembros de su familia.
La Posada del Peregrino es uno de los varios lugares de Torreón que se encargan de brindar ayuda a los migrantes que pasan por la Comarca Lagunera. 
            Aquí, desde Tegucigalpa, la capital de Honduras, ha llegado Carlos en compañía de su sobrina, dos sobrinos, la esposa de uno de ellos y su bebé. El resto de la familia se encuentra regada en otros países. Están escondiéndose. Por ejemplo, a su esposa e hijos los mandó para Nicaragua, con su suegra.
            ¿Para qué se esconden? Para conservar sus vidas.
“Vamos huyendo de la muerte”, dice Carlos, el tío, y ensalza la voz cuando pronuncia la palabra muerte, paladea cada sílaba como para no olvidar de lo que huyen.   
            Durante los siguientes minutos él es el único que hablará:
            “Como muchas familias las Maras Salvatruchas nos amenaza, nos extorsionan y nosotros tuvimos que salir de allí porque nos cobraban el impuesto de guerra que le llaman ellos; por algún medio negocito que tengamos ya te están quitando lo que uno gana al día, ¿me entiendes?, entonces hubo un problema con unos mareros allí y nos amenazaron de muerte y tuvimos que salir y la casa quedó abandonada y aquí estamos”.
            El negocio que ellos tenían era uno de venta de “cositas de vanidad”. Sentadas en unas sillas, un poco alejadas, las dos chicas tampoco intervienen en la plática. Una habla por celular mientras la otra amamanta a su pequeña.
            Por esa bebé es que en algunos tramos de su viaje en tren los mareros y policías los han dejado seguir.
Todos los días los migrantes se tienen que enfrentar a los asaltos de los maras o a las extorsiones de los policías, que si no les dan algo de dinero los tiran del tren, los golpean o no los dejan subir.  “Nosotros aunque sea algo recogíamos y ya les dábamos y váyanse pues, más por la niña nos dejaban venir”.  
Donde no les importó que la familia viajara con una bebé en brazos fue en la ciudad de Escuintla, Chiapas.
Viajaban en una combi e iban ya de salida de esa ciudad cuando un coche particular le echó las luces. La combi se detuvo. Del coche emergieron unos hombres: eran policías  judiciales vestidos de civiles, según me cuenta Carlos. Bajaron a la familia y se la llevaron para la oficina del mero jefe de la policía, en un pueblo que por más que Carlos se esforzó en recordar el nombre no lo logró. Allí comprobó que sí eran judiciales, que andaban vestidos de civiles pero con rifles R-15 y pecheras. Les abrieron las mochilas y les quitaron las carteras. ¿Qué, se quieren ir?, amenazaron los judiciales cuando la familia se opuso a que se quedaran con el dinero. Por si fuera poco, obligaron a Carlos a que fuera al banco y vaciara su tarjeta de débito.
“Con todo el dinerito que andábamos lo agarraron, nos dejaron sin nada, no nos dejaron ni pa la comida de la niña”. Más de tres mil pesos les quitaron, incluido un celular. Ahora están sin nada, y lo que sigue para ellos está a la deriva.
“Es todo lo que le puedo decir, no sé ellos”.
Y los chicos se quedan callados, no tienen ya nada qué decir. Todo lo ha dicho su tío.

Posdata:
Un poco más tarde Carlos recordará otra historia de abuso policial de hace dos años, cuando en esa ocasión viajaba solo intentando llegar a Estados Unidos: “A mí me deportaron ya llegando a la frontera, en Laredo; yo pasé por Monterrey, adelantito hay dos puestos de revisión que son de la judicial, están los federales y están unos con pantalón crema y camisa blanca, también había unas mujeres allí, pues esos también; cuando pasé por allí me sacaron 1,400 en una y 2,600 en otra, y así te quitan la cartera, se suben al autobús de pasajeros y te llevan al fondo, al último asiento y te empiezan a revisar  todo, todo y te sacan toda la feria. En el trayecto de Monterrey para allá están los dos puestos de autoridades civiles, que esas autoridades civiles que están allí ellos están viendo quiénes son los centroamericanos, para quitarles todo el dinero”.
           
Dos
En este mismo lugar, la Posada del Peregrino, se encuentra José Hernández, también hondureño pero originario del departamento de Lempira.
            Honduras se encuentra dividida en 18 departamentos, que son algo así como los estados en nuestro país. La cabecera departamental (la capital) de Lempira se llama Gracias, una palabra que él jamás le diría a la ciudad donde nació.
José
            Pero bueno, estaba diciendo que José está ahora aquí en Torreón tras 13 días de haber salido de su país. De baja estatura y cuerpo delgado, sus ojos en vez de su voz parecen tartamudear pues su mirada se nota nerviosa. Teme que si habla conmigo la migra lo vaya a buscar, pues se acuerda cuando en el municipio de Chahuites en Oaxaca lo persiguió por el monte. “Me sacó carrera pero no me pudo agarrar”. Y ahora no sabe si sus piernas puedan acelerar de nuevo tanto como para escaparse otra vez.
            Al igual que Carlos también tiene una historia que contar que involucra a esos hombres vestidos de pantalón color crema. Cuando llegó de Oaxaca a una central de autobuses del DF (porque José no sabe cómo es viajar en tren; sus ahorros le han dado para moverse en combis y autobuses) uno de esos uniformados apenas identificó que era centroamericano, comenzó a seguirlo mientras le gritaba que se acercara. Afuera estaba un coche donde aguardaba otro uniformado. José no le hizo caso y caminó muy rápido hasta lograr subirse al primer taxi que vio.
Y también al igual que Carlos y su familia, está huyendo de la posibilidad de engrosar la estadística de asesinados por los maras. La misma historia: un “impuesto de guerra” impagable a su negocio, una tienda de abarrotes. Entonces huyó, dejando anclados en esa ciudad a sus tres hermanos y a su mamá.
—¿Sientes que ellos están seguros allá? —le pregunto.
—No, no están seguros porque si los sacan del alquiler ya no tienen a dónde irse, ya no hay casas para vivir.
            —¿Piensas sacarlos de tu país?
            —Sí, sí, porque eso es lo que busco, asegurar a mi familia, sacarlos adelante y asegurarlos en una parte en donde no haiga delincuencia como aquí en México, aquí creo que no hay delincuencia.
Quizá José ya no se enteró de que unos días después, el miércoles ocho de octubre, un migrante hondureño fue asesinado de cinco balazos en una calle de la colonia Las Dalias en Torreón. 

Tres
La mujer se hartó de los 450 pesos semanales que ganaba en una maquila de Guadalajara, Jalisco y decidió largarse de allí hace poco más de un año. Si tan sólo el día que quiso huir subiéndose al tren no se hubiera caído y las ruedas no le hubieran arrancado parte de la pierna izquierda, ahora quizá no estuviera en Torreón sino tal vez cruzando la frontera o trabajando ya en alguna ciudad de Estados Unidos. Tampoco lo hubiera conocido a él, al hombre guatemalteco con el que viaja desde entonces.
Fotografía: Aretzy Gallegos
            A ellos los conocí cerca de las vías del tren en la colonia Vicente Guerrero. Se negaron a darme sus nombres porque dicen que los medios de comunicación sólo los han hecho ver como limosneros, como gente vividora. El hombre salió de su país hace tres años por la falta de trabajo y por las pandillas de maras “que no lo dejan ser a uno” porque allá en Guatemala el que no entra a esa escuela de delincuencia se muere. Quiere llegar a Estados Unidos y aunque allá también hay maras él piensa que allá la vida se vive libre.
          Por él me entero de que a los hondureños les dicen catrachos, cuando uno de ellos pasa por la calle en donde estamos: 
            —¿Qué pedo, morro?
            —¿Qué pedo, carnal?
            —Suave.
            —Suave.
            Es un chico de unos veintitantos años. “Rentan aquí, ellos viven aquí, son puro hondureño. Ellos de repente ya tienen un mes aquí y se junta la bolita de negros catrachos y toman el tren y se van y llegan otros. Siempre ha habido gente aquí en la Vicente”.
La colonia Vicente Guerrero, al sur de Torreón, se ha convertido en el lugar preferido de los migrantes que han decidido quedarse a vivir aquí por una temporada. Así me lo había dicho un chico panameño con quien me topé en el bulevar Revolución. Me dijo también que en esa colonia un grupo de migrantes rentan una casa a la que llaman “la casa de los negros”.  
            Un par de días antes de haber estado platicando con el hombre guatemalteco y la mujer de Guadalajara,  aquí mismo en una calle de la Vicente me había encontrado con Humberto, un hondureño que vive en dicha casa. Eran pasadas las tres de la tarde. Sin playera y con chela en mano (una Corona recién comprada), me decía que había llegado a Torreón hace dos semanas y que Dios lo acompañaba en su camino. No me quiso invitar a la casa con sus compañeros porque dijo que todos estaban durmiendo debido a que trabajaban de noche. Y a lo mejor era cierto y su aspecto desmañanado se debía a eso y no a una cruda, y sus ojos rojos eran por dormir pocas horas y no por la  mariguana.
            Pero volvamos a la historia del guatemalteco y la mujer de Guanatos: se conocieron hace poco más de un año cuando por segunda vez ella intentó largarse de su ciudad. Después de su accidente, el DIF se encargó de su recuperación y le donaron la prótesis que hoy tiene, pero el resto de pierna que le quedó se ha ido adelgazando y ahora necesita otra prótesis que se adapte a ella, sólo que cuesta 10 mil pesos. Por lo pronto, tiene que conformarse con una muleta.  
Cuando se conocieron en las vías del tren de Guadalajara, él le dijo que era mejor esperarse porque ella aún no podía viajar en esas condiciones. Así que eso hicieron, los dos pasaron unos meses en la ciudad esperando a que ella se recuperara por completo. Desde entonces viajan juntos. Y si en el tiempo que llevan de viaje han avanzado poco, es porque ella muchas veces no alcanza a subirse al tren. Tampoco puede estar mucho tiempo de píe, por eso ahora estamos sentados en el cordón de una banqueta.
Fotografía: Aretzy Gallegos
“Es que él no me quiere dejar sola como estoy así, y por eso no se ha ido, por estar aquí conmigo”, dice la mujer y sonríe dejando al descubierto sus dientes amarillos. “Es que siempre hemo andao juntos por ai, ni modo de dejarla”.  Los dos dicen esto después de haber contado que cuando “les echan la ley” el  guatemalteco finge el acento y logra engañar a los policías diciendo que es mexicano. Antes también habían contado que hace unos días agentes de la DEI (Dirección Estatal de Investigación) lo levantaron a él y a otros migrantes que pedían dinero en un crucero del bulevar Miguel Alemán en Gómez Palacio. Los acusaban de haber asesinado a un hondureño en esa ciudad. “Nos decían que quién lo había matao y pos no, pos cómo íbamos a saber. Al último nos dejaron ir pero sí nos tablearon”.
         El objetivo que persiguen resume el de la mayoría de los migrantes: “Queremos llegar a la frontera; quedarnos aquí un tiempo en lo que nos estabilizamos bien, juntar pa los pasajes y luego ya irnos”. Al igual que Carlos y su familia o que José, el Guatemalteco sabe que volver a su país no es una opción que se dibuje en el plan de su vida: “Si vuelvo ya no salgo, allá me quedo otra vez”. Y como todos, también sabe que volver no sería necesariamente para quedarse a vivir, sino que tal vez regresar a su tierra podría convertirse en una frase muy literal.  

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