El oficio de los muertos


Crónica publicada en Revista de Coahuila n° 278, noviembre 2014

En el cuarto de azulejos blancos el médico forense y su prosector, acompañados de un perito que tomará fotos de todo el proceso, realizarán la necropsia a un cuerpo que apenas hace unas horas todavía agarraba aire de este mundo. La necro llevará de cuarenta minutos a una hora y media. Por ejemplo, si murió agujereado a tiros la operación será más tardada dependiendo del número de disparos y de balas que tenga dentro. Primero harán un examen externo del cadáver. Desnudarán el cuerpo y lo encontrarán desazonado de todo color de piel. Lo revisarán de pies a cabeza y por cada costado. Cualquier marca será registrada en el informe forense: moretones, rasguños,  rajadas hechas por la lenta agonía del cuchillo o del filero que entra y desangra u orificios de balas que sofocan la vida.
            Después vendrá abrir el cuerpo y esculcar entre sus entrañas para saber qué fue con exactitud lo que lo mató. Le abrirán la cabeza cortando de vértice de oreja a vértice de oreja. Los dos colgajos de cuero cabelludo se desprenderán, uno hacia delante y el otro hacia atrás. Entonces allí estará al descubierto el hueso del cráneo. Una pequeña sierra eléctrica será la encargada de taladrarlo para quitarlo de allí. Ayudado de un desarmador el hueso quedará desprendido. Y ahora sí, la cabeza abierta mostrará las meninges y el cerebro para que el forense revise con atención y con domada paciencia estos órganos, si hay alguna hemorragia interna, un volcado de sangre en esa área. Tras la revisión, se removerá el cerebro, esa masa blanda como flan, para ver la parte baja del hueso donde tal vez se descubra alguna fractura en esa bóveda craneana.
            Lo que sigue será abrir el cuerpo desde el cuello hasta el pubis. Para ello, se cortará de hombro a hombro y desde el pecho bajará la hoja de bisturí hasta detenerse al término del abdomen (después de volver a coser el cuerpo, quedará una gran Y marcada por los pliegos de piel unidos con hilo cáñamo). Enseguida se quitarán los arcos costales para examinar tórax, protector de órganos como pulmones y corazón. Luego las manos bajarán a las vísceras, al bazo, al páncreas, a los riñones, al hígado en busca de golpes, de perforaciones o de algún otro daño (eventos traumáticos como les gusta decir en la jerga médica). También aquí se comprobará si existía alguna enfermedad en uno de estos órganos.

            Para revisar cuello se podrá hacer otro corte en esa área. Ya revisadas todas las cavidades, se tomará una muestra de orina, de sangre, de alimentos o de cabello. Si el cuerpo no está identificado, bastará con tomar también una muestra para ADN: un corte de tres por tres centímetros de algún tejido.
Las manos ya batidas abrirán el estómago que tal vez desprenderá olor a alcohol. De hecho, de ser así, desde que se abra la cabeza la poca sangre que de allí brote tendrá ese olor de líquido embriagante.
Por último habrá que suturar el cadáver, unir los pliegues desprendidos de piel que dejarán sobre el cuerpo inerte la Y ya mencionada y sobre la cabeza una media luna. Después recibirá su último baño y será guardado en un refrigerador a cuatro grados centígrados (a menos once si está putrefacto) donde esperará a que algún familiar vaya a reconocerlo y le llore. De no ser así, el cuerpo además de haber dejado la vida dejará también un nombre y apellidos sin conocer y terminará en la fosa común de algún panteón de la ciudad o siendo el elemento de práctica de algunos estudiantes de una escuela de medicina.


***
—¿Has abierto un cuerpo antes? —le preguntó el prosector del Hospital Universitario de Torreón a Moisés.
            —No, sólo de marranos.
            —¿Apoco?
            —Sí —respondió Moisés.
            —Pues haz de cuenta es lo mismo.
            Era 1997. Moisés le  había preguntado al doctor Posadas si estaban ocupando personal y este lo invitó a presenciar una necropsia. En ese año trabajaba de afanador en el Hospital General. Después de ver por primera vez cómo se abría y era el cuerpo humano por dentro, el doctor le dijo: “¿Entonces qué, no te dio miedo?, ¿te animas?”.  Y Moisés se animó. Diecisiete años después sigue en el oficio, en el jale de prosector que es el de auxiliar al médico forense.
            “¿Ese olor a qué es?”, le pregunto a Moisés, quien usa una playera del Santos Laguna, apenas entramos al Semefo. “Huele a cadáveres que hay en el refrigerador”, responde tranquilamente. Y el olor, es cierto, es un poco a sangre tal como me lo había dicho Moisés afuera, en el patio, que olía a pura sangre al momento de hacer necropsias. Y digo un poco a sangre porque el olor se ha confundido con el del jabón y del detergente que se usa para mantener limpio el lugar. “Nunca he tenido ni sueños ni miedo a los cadáveres”, sentenció cuando le pregunté que si le había costado trabajar en esto.
—¿Te gusta tu labor?
—Sí, yo no lo veo con ningún tipo de morbo, yo lo veo como un trabajo, como cualquier trabajo.
—¿Ahorita cuántos cuerpos hay?
—Como veintitrés.
—¿Cuál fue el último que llegó?
—El del señor.
Se refiere al cadáver de un señor de aproximadamente setenta años que acaba de ser necropsiado a primera hora de la mañana. Murió en su casa por, se presume, unas úlceras gástricas. Todavía permanecía en la plancha en espera de que viniera la funeraria a recogerlo. Actualmente no son muchos los cuerpos que llegan. Por día pueden llegar desde uno hasta cuatro, incluso ninguno. Es poco comparado con lo de hace unos años atrás (2012 por ejemplo) cuando el Semefo estaba en las instalaciones del Hospital Universitario de Torreón. En esos años, dice Moisés, hubo una temporada en donde había exceso de trabajo. Llegaban de diez a veinte cuerpos diariamente. Los muertos eran apilados en un rincón pues sólo había seis espacios en los refrigeradores. El anfiteatro era tan pequeño que de las tres mesas que había para realizar necropsias, sólo se podían utilizar dos porque la tercera se pegaba mucho con la segunda.

Las instalaciones de la nueva morgue ya son propias de la Procuraduría General de Justicia. Entraron apenas en funcionamiento en mayo de este año y están ubicadas en el ejido San Miguel, sobre la carretera que va a Matamoros. Aquí los refrigeradores tienen espacio para treinta cuerpos y en la sala de necropsia se pueden realizar cuatro al mismo tiempo. Además hay una sala especial para cadáveres putrefactos.
Imagino que trabajar en este lugar es una de esas pruebas que nos puede desencajar de lo más hondo nuestro sentido de humanidad. Aunque Moisés tras tantos años descerrajando cuerpos y cuando incluso parezca que su labor se ha vuelto mecánica, no se siente indiferente cuando ve a los familiares quebrarse ante su muertito en la sala de identificación. Le sigue sorprendiendo la noche en que recibió dieciséis cuerpos. “Hace un año o poquito más de un año, un accidente aquí en Congregación: iba toda una familia en una camioneta y chocaron con un tráiler y llegaron dieciséis cadáveres, toda la familia”. Las notas periodísticas registraron que el accidente ocurrió a las nueve y media de la noche del 30 de septiembre de 2012. Una camioneta pick up se estampó contra un tráiler de la empresa Fletes de México. El trailero huyó porque al parecer invadió el carril en donde iba la camioneta que se dirigía del ejido Petronilas a Congregación Hidalgo, municipio de Matamoros. Los fallecidos en realidad pertenecían a tres familias diferentes que iban a una quinceañera. Esa noche, para poder contarlos, los cuerpos fueron alineados sobre el pavimento como alfombrando la carretera. Había dos bebés y una niña de tres años.
Moisés recibe una llamada a su celular. Se aleja un poco y al final puedo escuchar que dice “a ver si en el camino se te pega un lonche”. Hablaba con el doctor Ernesto Posadas, que viene en camino.


***
Lo primero que me dice el doctor al bajar de su auto es “¿y qué, ya te tocó suerte?”. “Hay el cuerpo de un señor adentro”, respondo. Abre la puerta trasera y la cajuela para que Moisés empiece a bajar los productos de limpieza que trae (como cinco galones de detergente de diferentes colores, unos tres trapeadores y tres escobas) mientras comenta que “mantener limpio un lugar como este sale carísimo”.
El doctor Ernesto Posadas es el coordinador regional de los siete médicos forenses que hay actualmente en Torreón. Días antes en su oficina en la Procuraduría General de Justicia Delegación Laguna I, me explicaba el proceso completo desde que se levantaba un cuerpo hasta que salía del Semefo. “El Ministerio Público va a la escena del crimen junto con Servicios Periciales, hacen su levantamiento de cadáver, su protección de la escena del crimen, toma de evidencias, fotografías, etcétera, y una vez que terminan su trabajo trasladan el cadáver  al Servicio Médico Forense. Para eso el Ministerio Público nos gira un oficio donde nos dice que ingresa el cuerpo de fulano de tal, si es que está identificado, o el cadáver NN, y va alguna reseña de ese cuerpo. Con ese oficio nosotros lo ingresamos. Posteriormente el Ministerio Público le da una orden al médico forense para que practique la necropsia y le dice en qué cuerpo y con qué características. Una vez que se termina la necropsia el médico le avisa al Ministerio y si es un cadáver que esté identificado se les da a los familiares una orden de salida, que realmente quien lleva esa orden es la funeraria, entonces llega la funeraria y se le entrega el cuerpo, y ya termina allí el trabajo. En el caso de que sea una persona no identificada, una vez que se termina la necropsia el cuerpo se guarda en un refrigerador. La ley nos obliga a guardarlo durante quince días para dar oportunidad a que se identifique. Si después de ese tiempo no se identifica, siendo un cadáver mexicano, entonces ya se puede enviar a la fosa común, previamente se etiqueta, se hace un oficio al panteón municipal para que le dé cristiana sepultura”.
Pero hoy el doctor, ya sin su bata blanca, sin esas palabras propias del lenguaje ministerial y sin esa aura de solemnidad que otorga una oficina en donde todo parece estar en su lugar, se encuentra en el patio del Semefo y se muestra vivaracho, alegre y me continúa contando sobre la limpieza. “Simplemente para quitarle el olor hay que lavar paredes. Y luego dejas limpio hoy, chíngale, mañana te llega un putrefacto y chin, ya valió madre, haz de cuenta que no hiciste nada”.
—¿Es el prosector el que realiza la limpieza o hay personal encargado de eso? —le pregunto.
            —Sí. Son prosectores, son veladores, son todo, no hay separación de puestos. Si llega un cadáver lo abren, si se ensucia limpian.
El doctor Posadas con la amabilidad que lo caracteriza y con cierto humor me dice al despedirse: “Bueno, te quedas en tu casa”.


***
Gerardo antes de ser prosector era maquilero. Conoció a Moisés cuando los dos jugaban futbol. Había veces en que al terminar los partidos Moisés le decía “oye, hay un muerto, ¿vamos?”. Hasta que un día de enero de 2001 le dijo que se iba a abrir una plaza por si le interesaba. “Pues vamos, a ver qué sale”, dijo Gerardo. En abril lo llamaron. Renunció a la maquila y más de trece años después aquí sigue. Moi, como él le dice, fue su maestro. “Me enseñó bien, me dijo cómo trabajar el cuerpo, a limpiarlo después de la necro, a tratarlo con mucho respeto porque a fin de cuentas es una persona, puede ser familiar de alguien, papá, hijo, esposo”.
            Ahora Gerardo se muestra contento por las nuevas instalaciones. “Aquí está mucho más grande, mucho más limpio y con las condiciones que son para trabajar en un Semefo”. Sentados en la oficina (porque ahora hasta los prosectores tiene su propia oficina) me cuenta que el doctor Posadas quiere que el nuevo Semefo sea proyectado a nivel estatal y nacional. Sobre él Gerardo me confirma lo que yo ya pensaba: que el doctor Posadas como médico —dice el prosector— sabe mucho y es muy bueno, y fuera del ámbito es otra onda, como si fuera otra persona. “Al principio puede parecer medio mamón, pero no, para nada”. Gerardo me cuenta la vez que llegó un periodista y quiso ofrecerle dinero por dejarlo tomar fotografías a los cuerpos. Él se negó y lo mandó con el doctor a pedirle permiso. Después de una hora el periodista regresó diciendo que ya había hablado con él, pero Gerardo sabe que ante cualquier cosa el doctor siempre le llama por teléfono, así que supo que era mentira. Después de que el periodista se marchó, Gerardo le llamó al doctor. “Le marqué y le pregunté si había ido, y me dijo que sí y que había llegado ofreciéndole dinero y que lo había  mandado a chingar a su madre”. Al parecer el doctor Posadas es incorruptible. Si alguien intenta sobornarlo se encabrona.

Gerardo dice que el olor de un perro muerto es nada comparado con el de un cuerpo putrefacto, dice que es muy raro que llegue un cadáver así pero que cuando llega es generalmente de una persona adulta que vive sola y que en la soledad de su casa la negrura de la muerte lo ha descubierto hasta que tres o cuatro días después es hallado por los vecinos. “Sí llegan pero es muy raro, si acaso llegará uno al mes”. Y hoy justo es ese día del mes. A Gerardo le avisan que va a llegar un putre. Minutos más tarde, mientras en el patio me muestra el horno crematorio que nunca han usado y que en realidad no saben cómo hacerlo, llega la carroza aventando claxonazos. “¿Dónde lo encontraron?”, pregunta Gerardo. “En su domicilio”.

“¿Ya ves?, te dije”, me dice Gerardo mientras voltea a mirarme triunfalmente, reafirmando para sí mismo lo bien que conoce este oficio.

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