Algo he
descubierto: para hacer crónicas lo mejor que puede hacer uno es volverse
invisible. Digo: es algo de tanto que se puede hacer para escribir una. Claro
está que hay que preguntar, preguntar mucho, en ocasiones, hasta el más mínimo
detalle. Pero habrá un momento en que hay que dejar de hacerlo y sólo
mantenerse ahí, mirando, y desaparecer. Muchas veces ése es el momento en que
surgen las cosas que estamos buscando y —lo que es mejor— lo inesperado. No
gana el que llega primero sino el que más tiempo permanece.
He descubierto,
también, leyendo cosas por allá, por acá, en la práctica, en la calle: sin una
mirada particular, subjetiva, no hay crónica. Y en una crónica no hay
objetividad.
Que haya cientos
de maneras de mirar una historia quiere decir que hay muchas formas de escribirla
y que sólo algunas de ellas se aproximarán a la verdad.
Tampoco es que
sea labor del periodismo revelarnos la verdad. No creo en el ensalzamiento
romántico —que a veces parece dársele— del periodismo como justiciero, defensor
de mujeres golpeadas, auxilio de los desamparados. Creo más bien que lo que hace
este oficio es preguntarse cómo funciona este mundo y por qué lo hace así. Y
entonces sí: tratar de encontrar no una respuesta precisa y seria, sino muchas
que a la vez estarán rodeadas de dudas. Y, a la manera del periodista argentino
Martín Caparrós, preguntarnos: ¿Cómo carajo conseguimos vivir sabiendo que
pasan estas cosas?
Ha pasado muchas
veces: que alguien mientras reporteo me pregunta que esto cómo le va a ayudar. Lo
malo: tratar de explicar que el periodismo no es ninguna institución de
beneficencia social ni va a cambiar el mundo. Si resuelve su problema o al
menos ayuda a hacerlo: qué bueno, nadie estaría más contento que yo. Pero, como
primera instancia, vamos a contar una historia y a preguntarnos por qué el
mundo funciona así.
He dicho crónica
pero en realidad he querido decir mucho más que eso: he querido decir
periodismo narrativo. He querido decir texto periodístico armado con
herramientas literarias. Quizás pronto dinamitemos las fronteras de los géneros
y escribamos textos inclasificables. Sólo contemos historias con todas las
posibilidades que la imaginación nos dé. Algo así como lo que Juan Villoro ha
llamado un ornitorrinco de la prosa.
Llevo apenas un
año inmiscuido en la práctica del periodismo y algunos más en la literatura.
Esto me ha servido para distinguir entre reporteros que redactan y reporteros
que escriben. Llegué con la idea de que el periodismo puede ser otra forma de
la literatura, o sea: otra forma del arte, y encontré ecos de esa idea en
cronistas como Martín Caparrós, Leila Guerriero, Julio Villanueva Chang,
Alberto Salcedo Ramos, entre otros reporteros que escriben, que hacen
literatura.
En ese brevísimo
tiempo, uno aprende tantas cosas, fracasa en otras tantas, y cambia de
perspectivas. Escribo para una revista que se publica una vez al mes: una vez
al mes reporteo y escribo un texto más o menos de largo aliento. Algo así como freelance. Hubo unos días en que sentía
que necesitaba, para crecer periodísticamente, entrar a trabajar en un diario.
Por fortuna, pronto me di cuenta que no lo necesitaba. No para lo que pretendo:
ser un periodista que escribe. ¿Para qué he de meterme en el diarismo? No sé si
algún día vaya a estar en la redacción de un periódico sacando las notitas
diarias. Por el momento, ya no quiero eso. Soy lento al escribir. Me gusta
sentarme por días a trabajar en una crónica, a buscarle maneras distintas de
escribir una historia. Eso en un diario no lo podría hacer.
El periodismo
cambia, lo hará todo el tiempo. Para mantener esta verdad es necesario que
cambiemos los que practicamos esta profesión. Cambiar las maneras de narrar, de
contar historias. Y en el camino: fracasar, pero fracasar bien —y bonito.
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