Bun Alonso
Un cronista —o sea un
escritor— viaja por Bangladesh, la India, Níger, Argentina, Estados Unidos,
Madagascar y Sudán del Sur. Y escribe un libro que cuenta cosas pero que no es
exactamente una crónica, un libro que piensa, analiza y reflexiona pero que no
es exactamente un ensayo. Escribe un libro que, más bien, es un panfleto —“un
libro con una toma de posición política muy fuerte y yo quiero que sea un
panfleto, que te haga pensar en aquello que quieres dejar de lado”,
le dijo Martín Caparrós, el autor, a un reportero del
periódico El Mundo.
Y dicho libro (El Hambre, Editorial Planeta 2014) reúne
historias de personas que mueren de hambre en el OtroMundo —o lo que nosotros,
occidentales, conocemos como el Tercer Mundo. Además ensaya las causas del
hambre y piensa en soluciones posibles aunque el autor desde el principio advierte
que el libro es un fracaso —y que no le avergüenza. Y muestra cosas que antes
no habíamos mirado, habíamos dejado de lado.
Por ejemplo:
Que en la Tierra se produce comida más que suficiente para
alimentar a todos y hasta a cuatro o cinco millones más de habitantes —y que,
sin embargo, cada medio minuto se mueren de hambre y sus enfermedades entre
ocho y diez personas en el mundo (ahora mismo).
Que el problema no es que seamos muchos; que lo que pasa es
que unos tantos viven como si fuéramos pocos.
O sea —más lógico aún—: hay hambre no porque haya carencia
sino porque hay codicia.
Y lo que muchos pensábamos que era lógico: que el hambre
existe porque hay pobreza: no lo es. Que ahora la lógica dicta que la causa
principal del hambre en el mundo es la riqueza.
Que el hambre es cada vez más la consecuencia de un mercado
mundial que dirige, concentra y excluye.
Que morirse de hambre es la posibilidad de morir por
enfermedades que en países como los nuestros podemos curarlas con algunos
cuantos pesos en remedios.
Que los obesos no son la contraparte de los hambrientos: que
son sus iguales. Que los obesos son los malnutridos del sector pobre de los países
ricos o más o menos ricos, pues se alimentan de mucha comida barata, comida
basura y entonces desarrollan esos cuerpos gordos, mientras que la malnutrición
de los pobres de los países pobres es comer poco y no desarrollar cuerpos como
deberían ni unas mentes como deberían.
Que unos podamos comer carne y otros no, es una desigualdad
tremenda. Y cito a Caparrós:
El problema es que se
necesitan cuatro calorías vegetales para producir una caloría de pollo. Seis,
para producir una de cerdo. Y diez calorías vegetales para producir una caloría
de vaca o de cordero. Lo mismo pasa con el agua: se necesitan 1.500 litros para
producir un kilo de maíz, 15.000 para un kilo de vaca. Una hectárea de buena
tierra puede producir unos 35 kilos de proteínas vegetales; si su producto se
usa para alimentar animales, producirá unos siete kilos. O sea: una persona que
come carne se apropia de recursos que, repartidos, alcanzarían para cinco o
diez personas. Comer carne es establecer una desigualdad bien bruta: yo soy el
que se permite comer un alimento cinco veces, diez veces más costoso que el que
vos comés. Comer carne es decir a mí qué carajo me importan los otros nueve.
Que —¿en serio no nos habíamos dado cuenta?— quienes
producen la comida, los que se ensucian las manos en la tierra y se parten la
espalda, son los que menos consiguen comerla.
Que nunca hemos sentidos el hambre de verdad. Que el hambre
que sentimos dos, tres veces por día y que satisfacemos casi al instante, no es
el hambre verdadera. Que está lejos de serla.
Posdata
Que con el hambre se pierde la posibilidad de pensarse en un
futuro. Que la pobreza más extrema es la imposibilidad de pensar ese futuro, de
pensar diferente, viviendo de otra forma.
Martín Caparrós —argentino, 1957, radicado ahora en España,
autor de libros periodísticos y novelas— logra un libro de no-ficción redondo. Al
iniciar aparece Aisha, una chica de 30 o 35 años, sentada a la puerta de su
choza en un pueblo de Níger. Es mediodía y Caparrós habla con ella y en un
momento le pregunta qué le pediría a un mago capaz de darle cualquier cosa que
pida. Ella le responde que una vaca que dé mucha leche, porque así podría
vender la leche para comprar las cosas para hacer buñuelos y venderlos en el
mercado y así más o menos tendría para comer todos los días. Pero Caparrós
insiste en que el mago le puede dar cualquier cosa.
—¿De verdad cualquier cosa?
—Sí, lo que pidas.
—¿Dos vacas?
Me dijo en un susurro, y me explicó:
—Con dos sí que nunca más voy a
tener hambre.
Era tan poco, pensé primero.
Y era tanto.
Aisha no vuelve a ser nombrada, creo, en todo el libro,
hasta casi el final. Pero en realidad está ahí siempre. Alguien que desde chico
no ha comido lo necesario ha perdido las posibilidades de desarrollar cuerpos
adecuados, de formar las neuronas necesarias, sus cerebros no terminan de
desarrollarse. Cuenta el autor que entonces el hambre además es esa
imposibilidad de imaginar cursos de acción, mejoras en la vida, algún futuro.
Caparrós, hacia el final, escribe que con su pregunta del
mago, aunque en juego, le ofreció a Aisha el mundo y que ni así: sólo dos vacas
pidió, no tres ni cuatro. Mundos sin futuro, escribe, sin más horizontes que sí
mismos. Esa conversación con esa mujer de nariz rapaz, ojos de tristeza y
vestida de lila que es —¿o fue? — Aisha, es suficiente para sostener las 600
páginas del libro.
A través de Aisha el libro cumple con la ambición que tiene
toda crónica: ella es la mujer que con su historia particular hace posible
interpretar lo universal; Aisha es esa gota de agua que sirve como prisma para
mostrar todo un mundo: el del hambre más brutal.
Aisha y sus dos vacas son la metáfora del hambre.
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