Bun Alonso
Hace pocos meses, después de quizás una
década o muy probablemente más, volví a asistir a un partido de beisbol. Los
únicos partidos que logro ver completos son precisamente a los que asisto. Por
televisión nunca he terminado uno. Preso por el aburrimiento, acabo por cambiar
de canal a los pocos minutos. Aunque algunos otros minutos después vuelvo al
partido, para repetir nuevamente el ritual.
Proveniente de raigambre futbolera, en casa
siempre se sintonizaban partidos de futbol. A la fecha, puedo pasar 90 minutos
frente a una pantalla de manera ininterrumpida.
Por otro lado y en otros deportes, el tenis
sólo me entretenía cuando de niño lo jugaba en el nintendo o en el súper
nintendo. El basquetbol ni en videojuegos me gustaba.
La lucha libre es un deporte y espectáculo
encantador y catártico. El gusto por ella me viene también de tradición
familiar. Pero últimamente en la televisión los luchadores pasan más tiempo
hablando que sobre un ring. Detrás de cámaras, pareciera que en vez de irse a
entrenar, fueran a una no muy buena escuela de actuación. Se ha convertido en
una serie televisiva con malos guionistas.
Y en cuanto al box, lo más cercano que estoy
de él es cuando leo las crónicas de boxeadores que ha escrito el periodista
colombiano Alberto Salcedo Ramos. O más reciente (aunque escrita ya hace
mucho), la narración del encuentro entre Fidel Castro y Muhammad Alí en La
Habana hecha por el legendario Gay Talese (encuentro no boxístico, por
supuesto).
Y el futbol americano nunca lo he entendido.
En una ocasión, un día de 2012 próximo a las
elecciones presidenciales, estaba en una reunión —entre borrachera y no— con
compañeros y amigos de un taller literario. Como buenos aspirantes a escritores
que éramos algunos, las pláticas sobre política venían incluidas en este tipo
de reuniones. Una chica, muy aficionada ella al futbol americano, dijo que el
escenario político electoral de entonces se le antojaba como un partido de
americano. Y entonces lo explicó.
Yo, que en ese tiempo aún creía que un
candidato presidencial podría cambiar en algo a este país y que además creía
saber quién era quién en las elecciones de ese año, terminé tan confundido como
a quien le hablan en un idioma que no conoce. No sé si alguien de los que
estábamos ahí haya entendido algo del símil que nuestra compañera intentó
realizar, pero casi todos tenían ese aire de expertos que sólo pueden lograr
aquellos que simulan entender algo que no entienden un carajo.
Pero entonces ahí estaba después de muchos
años en un partido de beisbol en el estadio Revolución de Torreón viendo a los
Vaqueros Laguna jugar.
Un par de chicas en shorts pequeños repartían
calcomanías del equipo; un joven pasaba anunciando a gritos una rifa por mil
pesos; después algún otro, la cerveza, las papas fritas, las pizzas; en las
bocinas del estadio una voz deformada anunciaba al siguiente bateador en turno
o intentaba hacer algún tipo de porra; cuando no era la voz, de las bocinas
sonaba un poco de música mientras en una pantalla aparecían tomas de uno que
otro espectador; una botarga de pollo y otra de vaquero jugueteaban con el
público, bailaban, daban su espectáculo.
Y abajo, en el campo, un hombre muy
concentrado intentaba batear una bola que otro hombre igual de concentrado le
arrojaba. Y otros tantos se movían de acuerdo al curso de esta bola.
Un amigo lo hizo notar: hay demasiadas
distracciones.
Todo el ruido e imágenes que acompañan a un
partido de beisbol hacen parecer como si en el campo no estuviera sucediendo
nada.
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