Té para tres: una elegía compartida


Texto publicado en El Barrio Antiguo, 12 de septiembre 2016.


Bun Alonso
La semana pasada se cumplieron dos años de la muerte de Gustavo Cerati. Una muerte que duró pausada cuatro años por un estado de coma.
He de decir que nunca fui seguidor de su carrera. Que las canciones de Soda Stereo no me provocan más que una agradable música al oído, pasajera, sin llegar tan lejos. Sin embargo, siempre hay excepciones. La mía tiene que ver con la amistad, la camaradería, el alcohol, la noche. Hay una sola canción que me hermana con Soda Stereo y con Cerati.
Debió ser una noche de diciembre de 2009 cuando conocí a Adrián. Estábamos, como solíamos estar siempre, en casa de Pepelú, un amigo que había conocido casi al finalizar la preparatoria. Junto a él, conocí a otros tantos amigos más: Fileto, René, Pingüín, Sami, y los hermanos Aline y Púñet (imagínense por qué el apodo). Todo sucedía en aquel lugar. Ahí pasábamos las noches emborrachándonos y riendo, y por las mañanas algunos nos quedábamos a apacentar la cruda.
Llevaba yendo a esa casa desde 2006, pero no fue sino a hasta esa noche que conocí a Adrián. Lo apodaban “El Retoño” porque era el menor de todos. La verdad es que no recuerdo casi nada de esa noche. Sólo la parte final.
Tras la borrachera, decidimos irnos todos al cuarto de Pepelú a dormir. Unos se amontonaron en la cama; otros lo hicimos en el piso. Apagamos las luces. Se notó que no teníamos sueño porque Pepelú empezó a cantar canciones de rock cambiándoles la letra por una cristiana a manera de parodia. Así, “Don’t let me down” de Los Beatles se convirtió en “Dios está aquí”, cantada a coro por todos entre risas. Recuerdo especialmente ésa porque Adrián la grabó con su celular y hasta ahora se mantiene el video —que en realidad no se ve nada y sólo se escuchan nuestras voces— colgado en su cuenta de Facebook con el título “Pepelú y Los Pastores”. Después de las risas y blasfemias, Adrián se puso a rezar un padre nuestro para todos antes de dormir.
Después de esa noche, vinieron muchas más. En el patio de Pepelú solíamos hacer discadas, fogatas, y así, entre música, cerveza y Tonayán, sonaba especialmente una canción de Soda Stereo que Adrián siempre ponía. No sé si era su favorita —también solía darle play a “Ella usó mi cabeza como un revólver”—, pero por razones o traiciones de la memoria, “Té para tres” desde un principio quedó en mi mente asociada con Adrián.
En la pantalla de la laptop se reproducía el video de la versión unplugged que Soda Stereo grabó en MTV de esa canción: después de cantar las líneas finales (“No hay nada mejor / no hay nada mejor / que casa”), Cerati cerraba con un punteo de guitarra tomado prestado de la canción “Cementerio club” del flaco Spinetta.
Té para
tres.

La canción fue compuesta por Cerati en 1990. Mismo año en que nació Adrián. Un día, el cantante, su madre y su padre se sentaron a la mesa de su casa a tomar el té. Tenían en sus manos los últimos análisis médicos que confirmarían si el padre padecía de un cáncer terminal o no. Juan José Cerati, el papá que había apoyado la carrera musical de su hijo desde el inicio, murió dos años después.
En enero de 2013, estaba yo decidido a no volver a la universidad. Iba ya en sexto o séptimo semestre de una carrera que empezaba a aborrecer. Esas vacaciones dormía por las tardes mientras que las noches, y buena parte de las mañanas, las gastaba en escuchar música, leer y en escribir. Acababa de echarme una sábana encima para por fin dormir, cuando una mañana de ese mes, poco antes del mediodía, mi mamá tocó a la puerta de mi cuarto para anunciarme que alguien me buscaba afuera. Desde la sala pude ver que eran Aline y Púñet. En la noche va a haber peda en casa de Pepelú, pensé que me dirían.
—Aquí con malas noticias, mi Bun. Mataron al Retoño —pronunció Púñet, los dos con caras compungidas.
—¿Es neta?
—Sí. Lo encontraron hoy —creo que dijo después.
Yo no sabía que lo buscaban. Aline seguía mirándome con cara compungida. Quedaron en avisarme la hora y lugar del funeral. Nos despedimos. Yo me fui de vuelta a la cama, bajo la sábana. Fue una indolencia. No lloré. Nada. Dormí por ocho horas seguidas o quizás más. Al despertar, ya estaba la noticia en los periódicos locales e incluso nacionales. Adrián había estado dando clases de arte en un colegio de Torreón. Pero por vacaciones, se encontraba trabajando en la Vicefiscalía de Durango en Gómez Palacio, fotografiando cuerpos. Un grupo armado lo había secuestrado junto a otros dos trabajadores de la Vicefiscalía. Los encontraron esa mañana en bolsas negras.
La muerte provoca que nos replanteemos ciertos conceptos. Para mí, tras irse Adrián, la palabra “casa” amplió sus significados. Amparado por la línea final de “Té para tres”, supe que casa no se limitaba a una localización geográfica. Casa también podía ser una persona, un grupo de amigos, una fogata.
Entre la muerte de Cerati y la de su padre, quizás hubo algo en que coincidieron: esa p a u s a indeterminada. En un caso, en el padre, con consciencia de que existía, de que un día ese cáncer lo fulminaría; en el otro, no había consciencia, la pausa llegó abrumadora, en forma de coma, y los únicos que sabíamos de ella éramos nosotros, los demás, menos el que la padecía.
Con Adrián no hubo pausa. La muerte llegó de repente, como llegó en 2006 una declarada guerra contra el narcotráfico que hoy ha fracasado desde cualquier frente por donde se le vea.
Mi amigo era un tipo que un día me dijo que nunca fuera a dejar de escribir y que ahora es parte de los más de 155 mil asesinados que se ha cobrado esta guerra. Ese enero de 2013 era el segundo mes de gobierno de Enrique Peña Nieto y el año terminaría con mil 331 ejecuciones en el estado de Durango derivadas de esa supuesta “guerra contra el narco”.
El lugar común dice que con cada muerte algo de pasado se nos va. La muerte de Cerati me dijo a mí lo contrario: me dio la oportunidad de dejar pinchado a una pizarra un pasado como quien coloca una nota con un recordatorio: esa que nos recuerda que no hay nada mejor que casa.
Un muerto viene a articular nuestras memorias entre los que lo conocimos. Un muerto nos hace plantearnos un borrador del tiempo. La muerte obliga a ejercitar la memoria de los que nos quedamos. Nos habla del peligro de estar vivos y nos coloca en el pecho un corazón palpitante.
Tal vez esto lo entendió Cerati con la muerte de su padre. Quizás también lo captaron algunos miles de seguidores del cantante con su muerte pausada y, cuatro años después, con la definitiva. Ahora mastico yo esas ideas para entender algo sobre Adrián.
para
tres.

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