Judas en Monterrey… y ahora desde Youtube


Publicado en el blog Estancias del portal CultoGrama



Bun Alonso 



Judas Priest llegó a Monterrey el once de mayo con su más reciente álbum: el “Redeemer of souls”, el primero en el que entra al estudio de grabación Richie Faulkner, su nuevo y joven guitarrista. Fuera de Faulkner, el nuevo álbum son los viejos Judas Priest haciendo un disco viejo para nuevos escuchas. Metaleros que rondan los veinte años tal vez se han maravillado con este disco. Si hubiera aparecido, digamos, entre el “British steel” y el “Defenders of the faith” —álbumes de 1980 y 1984—, estaríamos hablando hoy de un clásico más de los Judas.

Pero estamos en el lomo de la segunda década del siglo XXI —treinta años más tarde. Hubo un tiempo en que forjaron el género y hasta lo renovaron; ahora no pueden dar para más.

Lo que me parece es que han hecho un álbum que cumple con los cánones del heavy más clásico y rasgador. Un álbum para que la generación de metaleros nacidos en los ochenta se sienta en los ochenta con la edad que tienen —tenemos— a día de hoy.

Llegué a Monterrey todavía con la duda de que si iba más por una necedad que por convicción. O más bien: ahora me digo que fui porque una convincente necedad así me lo impuso. Y aunque suene a casi lugar común —o dicho de manera tonta—: no podría morir sin antes haber visto y escuchado en vivo a los cabrones que le dieron el cuero al heavy metal.

Todavía no abrían las puertas del Auditorio Banamex cuando llegué. Adentro logré colocarme hasta adelante. Aún faltaban dos horas para que saliera al escenario la banda telonera, Ágora. Para sofocar el aburrimiento, de vez en cuando alcanzaba a escuchar la charla de los de seguridad. Un hombre alto, güero, en los treinta, contaba a su compañero que su novia lo acababa de cortar y por eso estaba ahí. Su trabajo de guardia de seguridad era puro hobby, pretexto para distraerse del fracaso amoroso. Él en realidad era doctor. En uno de los extremos, otro guardia: regordete, moreno, en los cuarenta o cincuenta, jugaba con su lámpara recargado sobre la valla, la encendía y la apagaba como aburrido de su trabajo —y probablemente lo estaba. Entonces vi cómo el doctor, por mera maldad, le hablaba a su jefe, un hombre bajito y fornido, y le decía que aquel guardia regordete estaba jugando con la lámpara. El jefe bajito y fornido le gritó, lo regañó, le advirtió que no estuviera jugando, que la lámpara no era para eso. Al doctor le divirtió la regañada. A fin de cuentas él estaba ahí para eso: para divertirse, así fuera de otro, de ese otro que se veía tan ajeno a él.

El concierto arrancó con Dragonaut, una de las nuevas canciones, de esas muy aptas para arrancar conciertos. Había visto ya videos de esta gira: el show iniciaba con una gran manta con el logotipo de la banda cubriendo el escenario, una breve introducción musical y, de pronto, el sonido de unos rayos; después la manta caía dejando al descubierto a la banda. Esta ocasión la manta no estaba. El escenario estaba pelón. Sólo se apagaron las luces, la breve introducción musical, los rayos y, zaz, ahí teníamos en frente a Richie Faulkner y a Glenn Tipton rasgando sus guitarras.

La simple mantita con el logo de la banda estampado hubiera agregado más espectacularidad al arranque. Algo sencillo como eso hubiera supuesto el velo que nos separaba de aquello que en unos minutos se revelaría ante nosotros, de aquello que sólo tendríamos de frente por un par de horas —los instrumentos, las luces, la distribución del escenario.

Rob Halford se movía de un lado del escenario al otro, con un paso bastante calmo. Lo vi de cerca, lo tuve a máximo tres metros de mí expulsando sus agudos. Vi su rostro cubierto de maquillaje y sus ojos delineados en negro. En alguna canción —ahora no recuerdo cuál— Halford se colocó frente a mí, duró ahí unos cuantos segundos cantando y, antes de empezar a caminar hacia el otro lado, estiró un brazo y con un dedo me señaló: lo puedo jurar, me miró y apuntó su dedo hacia mí.

En el público no había hombres o mujeres de cincuenta o sesenta años —si acaso uno que otro perdido por ahí—, que es la edad que corresponde más o menos a los integrantes de la banda. Para ellos ya no es necesario desembolsar de cuatrocientos a mil doscientos pesos por un boleto; ellos ya vieron lo que tuvieron que ver de Judas. Ahora sólo sería nostalgia inútil.

Sucede una cosa extraña cuando uno lleva años escuchando un cúmulo de canciones una y otra vez, cuando ha visto ya tantos videos de conciertos de algunas bandas. Sucede algo extraño cuando uno pasa a escuchar esas canciones finalmente en vivo. Sucede que sobre el escenario pareciera que nada sucede por primera vez, sino que todo fuese reiterativo.

Lo que esa noche vi sobre el escenario ya había pasado sobre la pantalla de mi computadora tantas otras veces. Es difícil desprenderse de esa sensación de rebobinado.

Pasa que el heavy metal —contrario a lo que muchos puedan creer— es un género contemplativo. Sí, uno agita la mata, brinca, grita, canta, arma el slam, pero el grado de intensidad permite que la vista siga al frente, mirando lo que sucede allá arriba.

Por suerte, hablar —escribir— de un concierto de metal no se parece a ir a un concierto de metal. Por suerte, también, ver conciertos en la web nunca suplantará a lo que se siente estar en uno. Se queda, si acaso, en una sensación, y eso nomás: una sensación tan superficial como la piel.

Lo que viene después —al siguiente día o dos o tres— es lo verdaderamente raro y tal vez difícil: la cruda, ese sentimiento de que pudiste haber disfrutado más el concierto y no lo hiciste, y ahora estás aquí de nuevo escuchando esas canciones, una y otra vez, desde unos audífonos.

Un vacío: la costumbre de vuelta, la reiteración de las canciones, ahora desde una grabación que alguien hizo con su celular y que colgó en Youtube.


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