Publicado en el blog Estancias del portal CultoGrama
Judas Priest llegó a Monterrey el once de mayo
con su más reciente álbum: el “Redeemer of souls”, el primero en el que entra al
estudio de grabación Richie Faulkner, su nuevo y joven guitarrista. Fuera de
Faulkner, el nuevo álbum son los viejos Judas Priest haciendo un disco viejo
para nuevos escuchas. Metaleros que rondan los veinte años tal vez se han
maravillado con este disco. Si hubiera aparecido, digamos, entre el “British
steel” y el “Defenders of the faith” —álbumes de 1980 y 1984—, estaríamos
hablando hoy de un clásico más de los Judas.
Pero estamos en el lomo de la segunda década del
siglo XXI —treinta años más tarde. Hubo un tiempo en que forjaron el género y
hasta lo renovaron; ahora no pueden dar para más.
Lo que me parece es que han hecho un álbum que
cumple con los cánones del heavy más clásico y rasgador. Un álbum para que la
generación de metaleros nacidos en los ochenta se sienta en los ochenta con la
edad que tienen —tenemos— a día de hoy.
Llegué a Monterrey todavía con la duda de que si
iba más por una necedad que por convicción. O más bien: ahora me digo que fui
porque una convincente necedad así me lo impuso. Y aunque suene a casi lugar
común —o dicho de manera tonta—: no podría morir sin antes haber visto y
escuchado en vivo a los cabrones que le dieron el cuero al heavy metal.
Todavía no abrían las puertas del Auditorio
Banamex cuando llegué. Adentro logré colocarme hasta adelante. Aún faltaban dos
horas para que saliera al escenario la banda telonera, Ágora. Para sofocar el
aburrimiento, de vez en cuando alcanzaba a escuchar la charla de los de
seguridad. Un hombre alto, güero, en los treinta, contaba a su compañero que su
novia lo acababa de cortar y por eso estaba ahí. Su trabajo de guardia de
seguridad era puro hobby, pretexto para distraerse del fracaso amoroso. Él en
realidad era doctor. En uno de los extremos, otro guardia: regordete, moreno, en
los cuarenta o cincuenta, jugaba con su lámpara recargado sobre la valla, la
encendía y la apagaba como aburrido de su trabajo —y probablemente lo estaba.
Entonces vi cómo el doctor, por mera maldad, le hablaba a su jefe, un hombre
bajito y fornido, y le decía que aquel guardia regordete estaba jugando con la
lámpara. El jefe bajito y fornido le gritó, lo regañó, le advirtió que no
estuviera jugando, que la lámpara no era para eso. Al doctor le divirtió la
regañada. A fin de cuentas él estaba ahí para eso: para divertirse, así fuera de
otro, de ese otro que se veía tan ajeno a él.
El concierto arrancó con Dragonaut, una
de las nuevas canciones, de esas muy aptas para arrancar conciertos. Había visto
ya videos de esta gira: el show iniciaba con una gran manta con el logotipo de
la banda cubriendo el escenario, una breve introducción musical y, de pronto, el
sonido de unos rayos; después la manta caía dejando al descubierto a la banda.
Esta ocasión la manta no estaba. El escenario estaba pelón. Sólo se apagaron las
luces, la breve introducción musical, los rayos y, zaz, ahí teníamos en frente a
Richie Faulkner y a Glenn Tipton rasgando sus guitarras.
La simple mantita con el logo de la banda
estampado hubiera agregado más espectacularidad al arranque. Algo sencillo como
eso hubiera supuesto el velo que nos separaba de aquello que en unos minutos se
revelaría ante nosotros, de aquello que sólo tendríamos de frente por un par de
horas —los instrumentos, las luces, la distribución del escenario.
Rob Halford se movía de un lado del escenario al
otro, con un paso bastante calmo. Lo vi de cerca, lo tuve a máximo tres metros
de mí expulsando sus agudos. Vi su rostro cubierto de maquillaje y sus ojos
delineados en negro. En alguna canción —ahora no recuerdo cuál— Halford se
colocó frente a mí, duró ahí unos cuantos segundos cantando y, antes de empezar
a caminar hacia el otro lado, estiró un brazo y con un dedo me señaló: lo puedo
jurar, me miró y apuntó su dedo hacia mí.
En el público no había hombres o mujeres de
cincuenta o sesenta años —si acaso uno que otro perdido por ahí—, que es la edad
que corresponde más o menos a los integrantes de la banda. Para ellos ya no es
necesario desembolsar de cuatrocientos a mil doscientos pesos por un boleto;
ellos ya vieron lo que tuvieron que ver de Judas. Ahora sólo sería nostalgia
inútil.
Sucede una cosa extraña cuando uno lleva años
escuchando un cúmulo de canciones una y otra vez, cuando ha visto ya tantos
videos de conciertos de algunas bandas. Sucede algo extraño cuando uno pasa a
escuchar esas canciones finalmente en vivo. Sucede que sobre el escenario
pareciera que nada sucede por primera vez, sino que todo fuese reiterativo.
Lo que esa noche vi sobre el escenario ya había
pasado sobre la pantalla de mi computadora tantas otras veces. Es difícil
desprenderse de esa sensación de rebobinado.
Pasa que el heavy metal —contrario a lo que
muchos puedan creer— es un género contemplativo. Sí, uno agita la mata, brinca,
grita, canta, arma el slam, pero el grado de intensidad permite que la
vista siga al frente, mirando lo que sucede allá arriba.
Por suerte, hablar —escribir— de un concierto de
metal no se parece a ir a un concierto de metal. Por suerte, también, ver
conciertos en la web nunca suplantará a lo que se siente estar en uno. Se queda,
si acaso, en una sensación, y eso nomás: una sensación tan superficial como la
piel.
Lo que viene después —al siguiente día o dos o
tres— es lo verdaderamente raro y tal vez difícil: la cruda, ese sentimiento de
que pudiste haber disfrutado más el concierto y no lo hiciste, y ahora estás
aquí de nuevo escuchando esas canciones, una y otra vez, desde unos
audífonos.
Un vacío: la costumbre de vuelta, la reiteración
de las canciones, ahora desde una grabación que alguien hizo con su celular y
que colgó en Youtube.
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