La espina que más duele: historia de un crimen pasional


Crónica publicada en Revista de Coahuila n° 285, junio 2015


Bun Alonso

ANTIGUO JEFE DE CUARTEL del ejido Sapioriz y cantante de cardenche desde hace años, Lupe Salazar dice que es el cardenchero más sufrido. Razones no le faltan: Emilia, la mujer que fue su esposa por casi cincuenta años, murió en 2011 y una de sus hijas lo hizo casi un año después. Lupe Salazar viene a esta historia no para contar sus logros con el canto; lo hace para contar otra historia: la de su hija María Cristina, asesinada por su marido la noche del primero de mayo de 2012. 

La casa de don Lupe se ve grande, pero él prefiere habitar un cuartito donde de una pared cuelgan reconocimientos por su trayectoria de cantante y recortes de periódicos, en otra cuelga una guitarra a la que “ai nomás le rasco”.

Al lado de este cuarto don Lupe construyó otro, igual de pequeño, que utilizaba para atender a la gente que acudía con él cuando era Jefe de Cuartel del ejido. Iba a construir más, pero desde que murió su esposa y luego su hija ya no le quedaron ganas de seguir.

Cuando sucedió lo de su hija María Cristina, él se encontraba justo en las funciones de Jefe de Cuartel.

—Es un representante del presidente municipal —explica don Lupe—; arregla los problemas de aquí en la comunidad.

Pero el asesinato de su hija fue un problema en el que prácticamente no pudo arreglar nada: el asesino se suicidó después del crimen.

—No, pues ya ni investigar —dice don Lupe.

***
En 1979 nació María Cristina, una de las últimas hijas del matrimonio de Guadalupe Salazar y de Emilia Olvera.

Se casó a los quince años con un tocayo de su padre: José Guadalupe, o Lupillo, como lo nombraban.
Al año siguiente tuvieron a su primer hijo de cuatro que serían en total: una niña llamada María Guadalupe.

—El matrimonio de ellos, muy difícil, bien triste. Mi papá era de que siempre llegaba borracho, la golpeaba —recuerda ahora la primogénita, morena, de cara redonda, quien ya es una muchacha casada de diecinueve años que tras la muerte de sus padres ella y su esposo se hacen cargo de los dos más pequeños: una niña de once y un pequeño de nueve años.

El otro hermano, un chico como de dieciséis, tenía unos cuatro días que se había ido a Ciudad Juárez con uno de sus tíos a trabajar.

—Allá en Juárez tengo una hija y un hijo, los mayores —dice don Lupe.

María Cristina y Lupillo pasaron su matrimonio viviendo en casas prestadas y en casa de don Lupe, donde él les dejó un cuartito. Él era jornalero. Ella no trabajaba. No la dejaba.

El perfil del homicida, y en este caso también suicida, no dista mucho de los montones de casos que existen al respecto: el hombre posesivo y celoso que no deja trabajar a la mujer, pues esto significaría un golpe a su rol de hombre proveedor de todo, un golpe al machismo.

—Ella me decía: “papá, cómo le hago pa mantener a mis muchachos; éste no me da y no me deja trabajar” —dice don Lupe.

La relación se había vuelto ya pasional. En un primer momento, Lupillo buscaba inhibir la subjetividad sentimental de María Cristina mediante amenazas.


—Ella les platicó a otras personas que no podía dejarlo porque el muchacho le había dicho —cuenta don Lupe— que si lo dejaba me iba a dar a mí un mal golpe. Entonces ella tenía miedo por eso.

Quien sí había deseado que ella lo dejara desde hace mucho tiempo, era su hija María Guadalupe, la mayor.

—Tenía sus momentos de que sí se portaba bien, pero casi siempre andaba mal. De los cuatro yo fui quien le agarro más coraje.

En noviembre de 2011 por fin se dejaron. No ella a él. Sino él a ella. Y lo hizo por otra mujer, con quien se fue a vivir a La Loma, Durango.

—Yo le decía: pues ponte a trabajar que al cabo él ya está con otra mujer —dice ahora don Lupe.

***
María Cristina poco a poco fue asumiendo su independencia y sus capacidades de decisión. Empezó a trabajar haciendo el aseo en casas ajenas. Fue entonces cuando él, como queriendo demostrar y reafirmar su existencia varonil, regresó.

—Empezó un día ella a buscar trabajo. Y ya entonces él empezó a venir. Venía y ella salía con él a platicar, con sus hijos. Como que él ya quería volver —continúa contando don Lupe—. Le decía yo: anden bien, dile a Lupillo que venga y platiquemos pa que se arreglen bien porque yo no quiero que andes así, un día va a venir mariguano y te va a dar un mal golpe, y ella decía: “no, no me hace nada, él no ha sido malo”, decía ella.

Pero sí que lo había sido: la golpeaba frecuentemente y se gastaba el dinero que ganaba en alcohol, dejando a sus hijos sin comer, que es otra forma de violencia, que es otra forma, digamos, de ser malo.

—Él no me quería porque como él siempre que la andaba golpeando yo me metía y la defendía. No quería ni que se juntara conmigo —dice Sandra Patricia, hermana menor de María Cristina.

Era su hermana favorita.

—Yo con mi hermana me llevé mejor que con todas mis hermanas. Yo a ella le contaba todo, siempre andábamos juntas.

Lupillo ya había presentado tendencias suicidas en alguna ocasión.

 —Un tiempo atrás llegó descompuesto y los niños lo encontraron colgando de las vigas en el mismo cuarto donde vivían —narra don Lupe—. Y yo ya le decía: mija, ten mucho cuidado, mira, aquel se andaba matando solo.

***
—Ese día acabábamos de llegar yo y mi mamá del hospital porque días antes yo había tenido un accidente —cuenta la hija mayor quien se había volcado en una camioneta y su mamá la había llevado a revisión—, y pues llegamos en la tarde y mi mamá me dijo que iba a ir con mi papá, y siempre se iban mis tres hermanos y mi mamá. Y salieron ellos, yo creo eran como las seis o siete de la tarde cuando se fueron. Y antes de que se fueran, mi mamá me dejó su teléfono, y me dijo que si no llegaba pues fuera a buscarla porque ya sabía cómo era mi papá.

Ella, María Guadalupe, nunca salía cuando venía su papá. Se llevaba mal con él. No quería ni hablarle.

Sus hermanos regresaron a la casa, excepto el niño mayor, que se quedó jugando en las maquinitas.
Eran las once de la noche pero su mamá no regresaba. Decidió salir a buscarla.

—Sentía miedo, yo ya presentía y no quería ir sola. A mí se me ocurrió llevarme a mi hermana, que estaba chiquita.

Las dos caminaron derecho, unos doscientos metros solamente, hasta llegar al canal, donde se habían quedado sus padres. Estaba oscuro. No veían nada. Husmearon en unas tapias pero no los encontraron. Entonces dieron la vuelta a una cerca y vieron colgando entre los mezquites el cuerpo de quien fuera su padre.

—Corrí con mi hermana porque no quería que ella viera, pensé que se iba a traumar.
En el camino de vuelta se encontró con su hermano. No pudo decirle nada. Sólo alcanzó a soltarle el llanto. El hermano corrió hacia la zona del canal. En unos minutos el lugar se llenó de gente. Entre ellas, María Guadalupe, quien había regresado.

—Cuando yo llegué ya tenían a mi papá acostado, ya lo habían bajado, pero mi mamá no se miraba.
Entre el alboroto de los curiosos y de quienes intentaban darle primeros auxilios a Lupillo, alguien encontró a María Cristina entre unas tapias. Dieron el aviso a don Lupe. Estaba golpeada, asfixiada. En una camioneta de un poblador la llevaron al Hospital General de Lerdo, donde apenas hace unas horas había llevado a su hija mayor. La policía ya había llegado.

—Échenle la lucha a ver si se reanima, todavía está caliente —decía don Lupe esa noche.
—No, mi jefe, la muchacha ya iba muerta —le atajó un policía.
—¿Por qué los dejaron solos? —les preguntaría don Lupe después a sus nietos.
—Es que mi papá nos dio pa que gastáramos.

Al morir ambos tenían treintaitrés años.

—Yo pienso que como que la quiso nomás asustar y se le pasó la mano —dice ahora don Lupe—, porque dicen que andaba llorando, andaba llorando y luego ya fue cuando se suicidó.


***
A una hora y media, aproximadamente, del centro de Torreón está el ejido Sapioriz, municipio de Lerdo, Durango, internacionalmente conocido por albergar al único grupo de canto cardenche que existe: Fidel Elizalde, Antonio Valles y Lupe Salazar, los Cardencheros de Sapioriz.

El 28 de mayo presentaron su nuevo disco, “Un amor pendiente”, en el Teatro Alberto M. Alvarado de Gómez Palacio, Durango, grabado en la Ciudad de México bajo el sello Ropeadope Sur. El disco es distribuido además en plataformas digitales como Spotify, Amazon y iTunes. Ese día cada cardenchero, dice don Lupe, recibió tres mil setecientos pesos.

Desde hace años sobrevive con el dinero que de vez en cuando le cae del canto cardenche. Por la edad, ya no le dan trabajo. Años atrás, como la mayoría de los hombres del ejido, anduvo de jornalero y de albañil. No tiene pensión.

Durante los funerales, una de sus hijas mayores dijo que ella se haría cargo de los huérfanos. Así, entre don Lupe y ella, lo hicieron. María Guadalupe, quien en ese entonces tenía dieciséis años, también aportaba algo de dinero para mantener a sus hermanos: trabajaba de vez en cuando vendiendo gorditas. Hasta ahora que se acaba de casar y se llevó con ella a los dos más chicos.

—Anduvimos ai batallando con que no nos dábanos; al último metieron a la mayorcita en el programa Oportunidades, para que ella terminara sus estudios.

Al cuarto en el que platicamos don Lupe y yo entra de repente María Guadalupe, su nieta, para advertirme que en los periódicos apareció que su papá asesinó a su mamá porque la encontró con otro hombre, pero que eso era mentira. Enseguida sale del cuarto.

—Pues yo casi no le entendí porque habla muy rápido esta muchacha, y así hablaba el papá —dice don Lupe.

Las canciones cardenches hablan de amor y desamor, de melancolía; sus letras duelen como la espina de un cardenche entrando en la piel. Y duele más al sacarla. A don Lupe Salazar ya van dos espinas que se le clavan profundo.

En marzo de 2009 el grupo recibió de la mano del entonces presidente Felipe Calderón el Premio Nacional de Ciencias y Artes 2008 en la categoría de Artes y Tradiciones Populares. El premio constaba de quinientos sesenta mil pesos que fueron repartidos entre ellos. Sus compañeros del grupo se compraron una camioneta cada quien, dice don Lupe, mientras que a él se le fue todo en tratar de curar a su esposa, Emilia. Después de tres años de enfermedad, murió en 2011.

La otra espina vino apenas un año después con el asesinato de su hija.

Detrás de todos los premios, los viajes a París, a Nueva York, a Washington, el reconocimiento internacional por ser la voz de arrastre del único conjunto de canto cardenche del mundo, está Lupe Salazar, el cardenchero más sufrido.

—Ya perdí la fe. 



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