Mi cuerpo a tu cuerpo encontrará: las búsquedas de Grupo VIDA



Crónica publicada en Revista de Coahuila n° 290, noviembre 2015

 

La primera vez que los acompañé encontramos tres cráneos. Eran finales de marzo de este año y estábamos en el Cerro Bola del municipio de Parras, Coahuila. Un hombre —enfundado en botas, sombrero y sobre un caballo blanco— nos llevó hasta el lugar donde estaba el primero de ellos. Dijo que ya llevaba al menos un año ahí y que el resto de los huesos se los habían comido las vacas. Seguimos buscando. Minutos después, oculto debajo de un mezquite y entre yerbajal, estaba el segundo. Otros minutos después, el tercero: a ras de suelo como los demás, pero sin mandíbula. En una búsqueda de aproximadamente cinco horas, encontramos también fragmentos de restos óseos. 


Un día le oí a decir a una señora cuyo nombre es Lucy —su hija Irma Lamas López desaparecida desde hace más de siete años— que eran mamás que se volvieron locas buscando a hijos de otras mamás que se volvieron locas. Varios integrantes de este grupo han sido cuestionados —por sus familias, amigos, conocidos, etcétera— sobre por qué van a buscar cadáveres: ¿qué acaso ya dan por muertos a sus hijos, esposos, hermanos? Todos van con la convicción de que su familiar desaparecido está vivo. Lo que pasa, dicen, es que buscan a los desaparecidos de otras personas para que una familia pueda por fin encontrar la paz. Los suyos, dicen, los suyos siguen vivos.

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Primero desaparecieron —los desaparecieron—, luego los familiares metieron denuncias —algunos ni eso; tenían miedo—, después se cansaron de los pocos o nulos avances de las investigaciones, de la escasa atención. Se desesperaron, se hartaron. Encontraron eco de sus dolores en unas docenas de familias más. Se organizaron. Empezaron a buscar por ellos mismos.
 
Grupo Vida —Víctimas por sus Derechos en Acción— es una organización de familiares de personas desaparecidas de La Laguna de Durango y Coahuila. Nació en el año 2013 después de un evento de información acerca de la recién estrenada Ley General de Víctimas donde estuvieron presentes Silvano Cantú y Eliana García —quienes habían participado en la elaboración de la ley.  

—Al final nos preguntan: “¿Por qué no se reúnen como víctimas?” —dice Silvia Ortiz, madre de Fany, que este cinco de noviembre acaban de cumplirse 11 años de su desaparición—. Nos quedamos unos cuantos, no todos: “Oye, sí, cómo ves si nos reunimos, qué te parece si nos empezamos a ver cada viernes” Y nos veíamos. Cada uno empezamos a contar nuestras experiencias, lo vivido.

El 10 de mayo de 2013 realizan su primera acción como Grupo Vida: una marcha de La Alameda a las oficinas de la Comisión de Derechos Humanos del Estado de Coahuila. No eran más de ocho personas en el grupo. Aunque la idea original de la organización era congregar a víctimas en general —de homicidio, secuestro, violencia—, hoy sólo se enfocan en desapariciones. La desaparición de 43 estudiantes normalistas de Guerrero en septiembre del año pasado acabó por derrumbar un país que ya tambaleaba. A unos cuantos les encendió una mecha.

—¿Y qué fue lo que me animó a decirle al grupo? Haber visto a los buscadores de Iguala. Bueno, y si ellos lo están haciendo por qué nosotros no —dice Silvia quien es la representante del Grupo Vida desde su inicio.  

Los familiares, al principio, estuvieron un poco temerosos ante la sorpresa que toda idea nueva y arriesgada provoca. El sábado 17 de enero de 2015 salieron en su primera búsqueda. Al momento en que escribo estas líneas, llevan casi cuarenta jornadas de búsqueda en el desierto lagunero, y han encontrado: cráneos sueltos, ropas, huesos enterrados calcinados, muelas, autos, camionetas desmanteladas.

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Que sólo íbamos a ver el lugar sin tocar nada ni alejarnos mucho para no dañar la evidencia, nos dijeron algunas personas de la Procuraduría General de Justicia del Estado que nos acompañaban ese día. El lugar nos recibió con una barda semiderruida en la que apenas se alcanzaba a leer “Estación Claudio”. Boquetes de balas servían como nidos de arañas. Dentro de una tapia, ropa empolvada —pantalones de mezclilla sobre todo. Antes habíamos llegado al ejido Niños Héroes de Viesca, Coahuila. Decir ejido es mucho: es decir algo que ya no es. En el lugar sólo quedaban tapias de casas que alguna vez fueron. Algunos elementos de la PGJE lograron hablar con dos hombres que pasaban por el lugar en una motocicleta. Solían ser habitantes del ejido hasta una madrugada de marzo de 2011 en que el ejército se agarró a balazos con unos narcos en este preciso sitio. Desde entonces las pocas familias que quedaban huyeron. El ejido tenía ya más de una década en crisis. La falta de empleo, de escuelas, de servicio médico y los pocos apoyos municipales, habían ahuyentado a varias familias desde entonces. Los hombres de la moto contaron que aquí no encontraríamos nada, que aquí sólo pasaban camionetas hacia otros lugares. Uno de esos otros lugares era Estación Claudio, a pocos minutos. Y entonces fuimos. Antes de la barda que anunciaba lo que también algún día fue —una antigua estación de tren—, había casquillos y trozos pequeños de lo que posiblemente fueran huesos. La búsqueda tuvo que parar por la gravedad y lo frágil de los fragmentos. Se necesitaba que la Policía Científica fuera a recoger los restos.

Y entonces era abril y ahora estábamos en la comunidad El Patrocinio en San Pedro, Coahuila. Caminaba junto con algunas integrantes del grupo —los demás andaban desperdigados en otros puntos de esa gran vereda de tierra y mezquites— cuando vimos pasar a un chivero. Nos acercamos a platicar con él y nos contó que por el tramo por el que caminábamos solía haber unos ochenta tambos alineados, pero que tras irse “los malos” la gente de por aquí los ha ido recogiendo para venderlos al kilo, que él nomás veía todo el ahumadero que hacían. Que si eso lo hacían por las noches, le preguntó Lucy. Que no, respondió el chivero, que eso sucedía en plena tarde. Esa vez hallamos sólo dos de esos tambos, agujereados quizás por balas. Los tambos eran utilizados como las llamadas “cocinas” de los narcos. A grandes rasgos: el cadáver era metido en el tambo, bañado en diésel para luego prenderle fuego. Ollas donde se descomponía la carne. Luego sólo quedaban algunos huesos que eran enterrados a poca profundidad. Empezamos a hallar esos restos. Estaban calcinados y la tierra que los cubría era negra y desprendía olor a diésel apenas la removíamos. De un momento a otro, varios familiares empezaron a excavar en distintas partes del terreno: el lugar estaba repleto de huesos calcinados.

—De aquí ya sacamos dos cuerpos pero hay más, por eso vamos a darle otra peinada —dijo Silvia en la parte trasera de una camioneta, con el cabello a todo viento, mientras íbamos camino a El Patrocino por segunda vez. Era un dos de mayo.

El sitio parecía un cementerio clandestino. Apenas llegamos nuevamente al lugar y con los primeros hoyos cavados aparecieron los primeros hallazgos de la mañana. Nos repartimos en grupos para abarcar más. Me uní con dos chicas de Matamoros —una de ellas busca a su hermano y la otra es su amiga— y con Julio, de unos 50 años, que ya habían empezado a cavar. Algunos más se acercaban a colaborar de vez en vez. A cada palada que entraba había que agacharnos después a examinar con cuidado la tierra: trozos de hueso se perdían por ahí.

—Ojalá saliera un diente, no creo que haya estado chimuelo.

Los dientes representan una gran fuente de ADN. Agudizar la vista para encontrarlos, tener paciencia para remover con cuidado la tierra. Pensar en paciencia en medio del desierto coahuilense es raro. Mi idea de paciencia no tiene como escenario un desierto; la idea desesperante de que todo aquí se ve igual y la desubicación y la sequedad del terreno no cuadran con la imagen de un hombre guardando paciencia. Pero parece que ha valido la pena: los dientes empezaron a aparecer. No todos, si acaso dos.  Y a seguir excavando. La sensación de que a cada cavada se puede estar más cerca de huesos humanos. Arrancarle a la tierra lo que guarda dentro de ella —lo que le arrojaron dentro.

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Yo no lo sé. Pero el día que visite a Martín Batres en su casa se habrán cumplido tres años exactos de la desaparición de Cruz —24 años entonces, 1.78 metros de altura—, su hijo.  Sábado 10 de noviembre de 2012: Cruz Batres Ramírez sale de casa muy temprano para llegar a su trabajo en Peñoles; la jornada termina poco después del mediodía, pero ya no regresa a casa.

—Ese día que no llegó, digamos, pues no me extrañó mucho ni pensé mucho en que algo le fuera a pasar, porque, digamos, es lo normal de un joven de que llegara un poco tarde.

Martín tiene cincuenta y pico de años, el pelo entrecano y llegó al Grupo Vida cuando una licenciada de Derechos Humanos lo comunicó con Silvia Ortiz. Con la madrugada vino la preocupación; entre las cinco y seis de la mañana la familia empezó a llamar al teléfono celular de Cruz, pero él no acostumbraba a llevárselo. Lo había dejado en su cuarto; entonces entraron por la ventana, sacaron su celular y comenzaron a llamar a los teléfonos de sus amigos. Nadie sabía nada. Después, pasadas las horas, hablaron con el ingeniero con el que trabajaba. Le preguntaron cómo iba vestido Cruz ese día porque, dice Martín, no se acordaban. El ingeniero tampoco lo recordaba y la cámara de la salida se había descompuesto justo antes de la hora de salir. Afuera de la empresa metalúrgica existen cámaras que captan una parte de la calle Comonfort y hasta el bulevar Revolución. Martín fue a Peñoles a solicitar que le mostraran las grabaciones de ese día. La empresa se negó.

—Es un ser humano al que andaba buscando, es a mijo, y nunca nos dieron ese apoyo —dice y la voz se le rompe un poco.

Martín trabajaba en una empresa harinera pero perdió el empleo al poco tiempo. Desde entonces no ha vuelto a conseguir uno. Lo intentó pero su edad fue el principal impedimento. Un sábado por la mañana reunidos antes de partir a la búsqueda, Martín platicaba sobre la situación económica por la que atravesaba: estaba a punto —o lo está— de vender su casa. En una búsqueda posterior me dijo que desde hace tiempo desistió de la idea de conseguir un empleo, que si llegara a conseguir uno ya no podría asistir cada sábado a estas búsquedas. Él, dice, ya vive para esto. La manera en la que la sobrelleva es preparando y vendiendo empanadas de dulce junto con su esposa.

Un día llegó una pista: en junio de 2013 un trailero que venía de Chihuahua llamó por teléfono a la familia; aquí en Torreón había visto un letrero en el Mercado Juárez con la foto de Cruz. Les dijo que a ese muchacho lo había visto en Delicias.

Y entonces Martín y una de sus hijas viajaron a Delicias, Chihuahua, una, otra vez y otra vez, seis o siete veces: y estuvieron tan cerca. El trailero les dio la dirección de una gasolinera donde lo vio pasar. La primera vez que fueron,  un chico y empleados de un oxxo, una señora de una fonda y algunas personas más les dijeron que sí, que ese muchacho andaba por acá. Ya fregamos, ya lo encontramos, al rato nos lo llevamos, dijo Martín a su hija. Fueron hasta un lugar donde migrantes esperan a que pasen por ellos para llevarlos a trabajar al corte de chile. Buscaron por más de una hora sin encontrar. Volvieron días después, varias veces.

—Desde que llegamos ya nadie lo vio —dice Martín y que cree que lo traen vendiendo droga.
 Martín no recuerda cuándo pusieron la denuncia por la desaparición, pero dice que no pasó mucho tiempo: unos diez días si acaso. A pesar de que familiares y amigos les aconsejaban no denunciar para evitar posibles amenazas, ellos no tuvieron miedo. La primera amenaza llegó en febrero de este año en forma de dos cartas con nombre y dirección falsa. Que ya le parara y dejara de buscar, decían, que pensara en sus dos hijas y en su esposa. Martín habló con ellas: vamos a seguir adelante, apá, dijeron sus hijas y pues aquí estamos, dice ahora Martín.
 
Más tarde, cuando me acompañe a la parada del camión, me contará acerca de los otros desaparecidos de su colonia: de dos chicos de un taller mecánico que se llevaron una noche con engaños; del hijo de Rosa —una mujer también integrante del Grupo Vida— que desapareció cuando iba a la tienda, si acaso, apenas a unos trescientos metros de su casa; del hijo de unos vecinos que viven a espaldas de su casa. Me dirá también que ahí, en esa esquina que me señalará, el día que desapareció su hijo mataron a balazos a un joven que iba en motocicleta. En la colonia Aviación de Torreón, en más o menos doscientos metros a la redonda de donde vive Martín: cinco personas desaparecidas.


***

—Nos advirtieron, por ejemplo, de los restos encontrados en Estación Claudio y en Patrocinio, que fueron los lugares más grandes; nos dicen que prácticamente va a ser imposible que se pueda dar un resultado por el estado de calcinación que tenían —me dijo Silvia en la sala de su casa seis meses después de estos hallazgos.

Acababa de llegar de la Ciudad de México. Varios integrantes del grupo habían ido a las instalaciones de la Policía Científica donde les explicaron los procedimientos de identificación de restos.
—¿Qué quieres que te diga? Dolor, eso duele.

Les dijeron también que estaban cargados de trabajo y que no podían darles una fecha exacta de entrega de resultados de ADN. Paciencia, les pidieron. Silvia dice que la Policía Científica ha recopilado los tambos que ha recogido el grupo durante las búsquedas y que, aunque al principio dudaban que lo hicieran, sí están tratando de sacar ADN de ahí.

Importa buscar. También vivos. ¿Por qué si dicen que sus familiares siguen con vida y que un día han de verlos regresar, llevan más de diez meses buscando muertos en el desierto, los muertos de otros? Pensar en los desaparecidos vivos implica pensar en la posibilidad de que estén presos. Hace más de un par de meses que la PGJE de Coahuila hizo los trámites para que el grupo pudiera tener acceso al Cereso de Durango.  El 14 de octubre una comisión del grupo —en un viaje que corrió a cargo de la Procuraduría— fue a la capital duranguense. Los familiares iban a presenciar el pase de lista de los internos —y verlos de frente y saber si entre ellos había alguno de los que buscaban—, sin embargo, estando allá, las autoridades del Cereso dijeron que eso sería vulnerar los derechos humanos de los presos y que siempre no y que mejor se los mostrarían en fotografías.

—Empezamos a ver fotos y fotos y fotos, pero empezamos  a ver que en las fotos venían fechas de 1997.

Al grupo lo acompañaba el delegado de Torreón de la Comisión Ejecutiva de Atención a Víctimas, Ricardo Ortiz Martínez, y fue el que se dio cuenta primero de la situación, dice Silvia. Se lo hizo notar al encargado de Informática que era quien les estaba mostrando las fotos. Éste les dijo que tardarían mucho en verlas todas y que quizás se llevarían tres días. Es que van a ver 46 mil fotos, dijo. La explicación de por qué fue simple: detenidos y exdetenidos estaban revueltos en un mismo archivo fotográfico.

—A ti quién te dice que están los desaparecidos detenidos si no hay una base de datos real de personas detenidas.

La gente del Cereso quedó en visitar La Laguna ya con sus fotos bien ordenadas.  Hasta el momento, no han dado fecha para hacerlo.

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