Pasivos ambientales: las deudas de Peñoles






Texto publicado en Revista de Coahuila n° 289, octubre 2015


Bun Alonso



Los primeros análisis arrojaron un resultado de 71.5 microgramos por decilitro de plomo en la sangre de Alfredo Ríos, hijo menor de Eva. Era el año 1998, y por entonces aún no existía la Norma Oficial Mexicana que hoy marca que la normatividad de plomo en sangre es de 10 microgramos por decilitro.


En el lenguaje contable cuando se habla de activos es para referirse a lo que una empresa posee y, por lo contrario, hablar de pasivos es hablar de deudas. Así, hacer mención de pasivos ambientales es decir que una empresa tiene una deuda con una comunidad a la que ha contaminado con la liberación de materiales y residuos peligrosos y tóxicos.


Alfredo tiene ahora diecinueve años y los recuerdos de una infancia transcurrida en hospitales. Su madre, la señora Eva Mendiola, es la presidente de la asociación civil Una Luz de Esperanza  —una organización que actualmente sigue activa— y es una de las personas que desde hace más de quince años se mantiene en lucha contra la empresa Met-Mex Peñoles.


Su hijo Alfredo es apenas una de las tantas personas con que Peñoles está en deuda. Él mismo enumera los daños que le había causado el plomo desde pequeño: «Dice mi mamá que tenía dislexia, dislalia, era hiperactivo, déficit de atención, bueno, tenía muchas cosas que relacionaban con eso».  


Pero se le olvida un daño que momentos más tarde recuerda: taquicardias. Un especialista les explicaba que el corazón de Alfredo latía de cinco puntos diferentes a la vez, a lo que llamaba un corazón al revés, «porque cuando estoy agitado me late normal, y cuando estoy normal, sin hacer ningún ejercicio, me late como si estuviera agitado». Le pregunto entonces que si eso todavía le sucede. «Yo creo hasta que me muera lo voy a seguir teniendo así, y hasta la fecha de repente me dan dos que tres taquicardias, pero ya no es tan seguido como antes». 


—¿Hasta cuándo dejaste de ir a hospitales?


—Hasta que ya tuve razón pa decir que no, porque si por mi mamá fuera yo seguiría yendo. 


Mayores concentraciones de plomo en sangre afectan también las células del cerebro, es decir, la inteligencia. El primer examen de coeficiente intelectual de Alfredo arrojó un resultado de 85, que lo colocó por debajo de la media —si el examen hubiera marcado cinco puntos menos, se hubiera considerado con retraso ligero. 


«Es que prácticamente desde chiquito dijeron que iba a estar menso —dice Alfredo y se ríe—. Buenos, ellos —los médicos— a mí mamá le dijeron “este niño va a estar bien menso, dele gracias a Dios si llega a ser algo”».  


Con terapias de lenguaje, de pedagogía, de psicología y estudios de audiometrías su IQ fue subiendo hasta llegar a 120, considerado un nivel más alto de lo normal pero sin llegar al nivel de «súper dotado».
A decir de su madre, ni los doctores se lograron explicar este incremento.


Alfredo ahora cursa el cuarto cuatrimestre de ingeniería mecánica y, aunque en la primaria le costó mucho trabajo aprender a leer y escribir, dice que seguirá adelante para demostrarles a los doctores que no se ha quedado menso.     

                Otra de las consecuencias de este envenenamiento son los sangrados de nariz; todavía hace poco tuvo uno, dice su madre. El dióxido de azufre es un gas que puede llegar a causar irritaciones fuertes en garganta y nariz y perforar membranas. De niño, a Alfredo un otorrinolaringólogo le autorizó varias veces someterse a cauterizaciones para sanar las lesiones.  


Eva muestra un histograma con el registro de todos los niveles de plomo que su hijo Alfredo había manejado hasta el año 2005 donde se observan algunos puntos en que su nivel de envenenamiento baja súbitamente: de 70 microgramos por decilitro a 13, por ejemplo, lo que se debe a las quelaciones. Las quelaciones son procedimientos médicos para eliminar metales pesados del cuerpo; se realizan ingiriendo cápsulas que tienen un sabor «como ácido, como huele el cloro», dice Alfredo. 

                En noviembre de 2001, Alfredo había presentado niveles de cadmio en orina más allá de lo permisible. El cadmio es un metal de color blanco plateado que ingresa al cuerpo por vía respiratoria, y una sobreexposición a él daña directamente los riñones.


Pero otra de las consecuencias de haber sido intoxicado por Peñoles es que ahora Alfredo no quiere volver nunca más a un hospital. Aunque lo ideal es seguir en observación para no desarrollar una enfermedad en los riñones.


—No, no… tanto tiempo que estuve.

              
—Pues sí, hijo, pero de todos modos.

              
Para Eva lo decisivo a día de hoy sería comenzar a medir las consecuencias en todos aquellos que de niños fueron afectados por el plomo y otros metales.  


Voltear a ver las deudas que ha dejado Peñoles.



***

A finales de los años setenta y principios de los ochenta, los lugares que antes no estaban habitados en Torreón —por lejanos, por difícil de habitar, por insalubres, etcétera— comenzaron a habitarse. Grupos de personas — muchos de ellos apoyados por el Movimiento Urbano Popular— empezaron a invadir terrenos baldíos y a construir ahí sus hogares. La colonia Luis Echeverría se formó de «paracaidistas», como son llamados esos grupos. No había tantas opciones, no había lugares donde vivir. Fueron y los habitaron. Con el tiempo, el gobierno les regularizó los terrenos. Cuando la gente llegó, Peñoles ya estaba ahí. Eva cree que ni las autoridades sabían del peligro que suponía vivir cerca de la metalúrgica, «y si lo sabían, lo ocultaron», dice.


Uno de los primeros estudios de plomo en sangre realizado a niños fue el del ahora toxicólogo Víctor Calderón en 1983, cuando él todavía era estudiante de la facultad de medicina. Era su tema de tesis. Tomó muestras de cien niños que vivían en los alrededores de la empresa metalúrgica, en las que se incluyeron a los dos hijos mayores de Eva — a uno de ellos, Camilo, hoy le dan convulsiones frecuentes. Desde ese entonces, aparecieron los primeros casos de niños con altos niveles de plomo, pero nadie se encargó de darles seguimiento sino hasta que aparecieron nuevos casos en 1998.   


Eva recuerda que entre los chicos que salieron con un envenenamiento de plomo elevado, estaba una niña llamada Julieta:


—Actualmente tiene un daño tremendo. A ella nunca se le desarrolló el coeficiente, ella está retrasada en años, nunca aprendió a leer ni escribir.


Julieta ha de tener ahora alrededor de treinta años.


De 1999 a mayo de 2004 existió un fideicomiso por sesenta millones de pesos con el que se dio tratamiento médico a varios de los niños.


«Lo desaparecen: ¿de qué manera? Le voy a decir qué chapuza hicieron —dice Eva—. Los niveles de plomo permanecían muy elevados, entonces la empresa Peñoles empezó a sacar muestras de plomo en sangre en San Pedro, en Matamoros, en Francisco I. Madero. Áreas muy alejadas para que al conjuntar todos los casos pues por lógico iban a bajar porque aquellos no tenían nada de plomo. Entonces de esa manera lograron quitar el fideicomiso y lograron bajar los niveles de plomo».   


Eva y Carmen Chávez —otra de las activas integrantes de la asociación civil Una Luz de Esperanza— aseguran que Peñoles abrió hace poco una planta de estroncio que hasta la fecha han negado, y que incluso el gobernador de Coahuila y el presidente de la República estuvieron en la inauguración. «Ésa es más venenosa que todas juntas —dice Eva—, no la quisieron en ningún lado y todo lo que no quieren vienen y nos los avientan para acá para que nos sigan envenenando».   


Hace unas semanas, el viernes nueve de octubre, la empresa Fertirey —
una empresa subsidiaria del grupo Industrias Peñoles— tuvo una fuga de amoniaco en sus instalaciones. Según notas periodísticas del momento, la fuga intoxicó a veintidós estudiantes del Bachillerato Tecnológico Industrial de La Laguna, ubicado a un costado de la empresa. Peñoles, en un comunicado, ofreció disculpas a los vecinos por «la molestia ocasionada».  



***

Eva Mendiola me había hablado acerca de dos hermanos que, a su parecer, estaban casi hechos de plomo. Se trataban de Roberto y María Elena Zapata Olague, de más de treintaicinco años.

               
Cuando en 1998 comenzaron a destaparse los primeros casos de niños envenenados con plomo, estos dos hermanos no fueron atendidos porque ya tenían alrededor de diecisiete años de edad «y a ellos ya no los quisieron», dice Esperanza, su madre, y que sólo atendieron a sus dos hijos pequeños —una niña y un niño en ese entonces menores de tres años que al parecer ahora no sufren consecuencias. Además de Roberto y María Elena, Esperanza tiene otro hijo que tampoco fue atendido oportunamente y al que hoy le dan ataques de convulsiones.


Pero para ellos, los hermanos mayores, hace más o menos cinco años vinieron las consecuencias graves. A los dos se les diagnosticó insuficiencia renal, y aunque al principio les decían que el padecimiento era genético, los estudios más tarde confirmarían que se debía al plomo.   


«Ellos aparecen hace cuatro años —me había dicho la señora Eva Mendiola—; aparece la mamá de ellos pidiendo ayuda a la asociación, bueno, a mí como presidenta. Empiezo yo a checar la situación: María Elena estaba inconsciente, Esperanza andaba pidiendo limosna». Eva también recordó todo lo que se había exigido para que Peñoles pagara las hemodiálisis de los dos hermanos y que, después de hacerlo, la empresa llegó a amenazar en dos ocasiones con retirar el apoyo. «La segunda vez me dijeron: “Ni un peso más para los Zapata Olague”».  


Hasta ahora no han retirado el apoyo y los hermanos asisten cada lunes y jueves a hemodiálisis en el Club de Leones en sesiones que duran de dos horas y media a tres.


Esperanza y su familia habían llegado a la colonia Luis Echeverría —al igual que Eva Mendiola— de «paracaidistas».


Cuando se realizó la reubicación de las familias que vivían en ese sector, Peñoles compró la casa de la familia por setenta mil pesos. «Bien poquito», dice Esperanza. Desde entonces viven en una casa de la colonia Lázaro Cárdenas, que era de su suegra. En la sala un retrato enorme de Emiliano Zapata sobre un caballo adorna una pared. Esperanza dice que uno de sus cuñados tiene un gran parecido con el Caudillo del Sur, pero que no sabe si tengan un parentesco de consanguinidad.


Hace aproximadamente dos años Esperanza, su hijo Roberto y su hijo que convulsiona viajaron junto con el doctor Mario Rivera Guillén —quien se encuentra a cargo del Centro de Atención de Metales Pesados— a la Ciudad de México, para realizarse estudios de plomo en huesos. A María Elena los doctores le dijeron que por su presión alta no era conveniente que viajara y se tuvo que quedar en Torreón. Los resultados siguen en la Ciudad de México y Esperanza no sabe por qué no se los quieren entregar.


Antes de las hemodiálisis, María Elena trabajaba en una carnicería, sin embargo ya no trabaja porque no puede hacer mucho esfuerzo por la fístula que lleva en el brazo y ahora ayuda con la limpieza de la casa a su madre, mientras que el resto del tiempo lo pasa frente a la televisión. Es demasiado tímida como para hablar con un reportero.


Roberto prácticamente durante toda su vida se ha dedicado a ayudarle a su padre en su pequeño negocio de construcción de baños y lavaderos, aunque en trabajos que no requieran mucho esfuerzo pues casi no camina; «camina de puntitas», dice su madre, y que se cansa mucho al hacerlo.


Estaba sentado, las piernas extendidas, en el patio-taller haciendo un trabajo habitual junto con su padre. Cuando le pedí a Esperanza que si podía hablar con él, me dijo que no hablaba. Dice «sí» o «no» con la cabeza, con señas, pero no mucho más.

Así como los niveles de plomo en sangre se han relacionado con las dificultades de aprendizaje, también se ha demostrado la relación que tienen con el autismo. Probablemente Roberto sufra de un tipo de autismo nunca atendido.   




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