Perfil de Esteban Volkov publicado en El Barrio Antiguo el 8 de julio de 2016
Este texto es resultado del Mashup de Periodismo 2015 Los Cuadros Negros realizado en la CDMX.
¿De qué ríe un hombre que estuvo al borde del abismo y que ahora dirige un museo?
Por Bun Alonso
Esteban
Volkov Bronstein ya llegó a los 90 años y es sobreviviente de una
familia perseguida por Stalin. Es también el único testigo vivo de uno
de los magnicidios más trascendentales del siglo xx: el de Leon Trotsky,
su abuelo.
Esteban
llega a la biblioteca del Museo Casa de Leon Trotsky —número 45, antes
19, de la calle Viena en Coyoacán— con unos 40 minutos de retraso a
nuestra cita. La abogada que lleva la parte jurídica del museo,
Gabriela, me había dicho en su oficina, en la planta alta, que él era
una persona encantadora y además me había aconsejado preguntarle sobre
su vieja afición a la fotografía. Esteban viste de camisa negra con un
abrigo azulado encima, un pantalón de vestir, zapatos negros y una gorra
blanca y azul percutida que al ojo común de la moda sensata no va con
el resto de la vestimenta. Su rutina de este día consiste en acompañar a
Gabriela a tratar unos asuntos del museo y a comprar productos
oaxaqueños al Centro Histórico de la ciudad. Así que subimos a un auto y
arrancamos.
Esteban tiene unos ojos grandes azules y saltones. Esta mañana, dentro
del auto, va con la mano derecha agarrada de una manija arriba en la
puerta, el brazo casi extendido, el cuerpo echado un poco a su
izquierda. Desde mi ángulo —a su lado—, la gorra le cubre la mitad del
rostro. Adelante, de copiloto, va Gabriela la abogada, y por conductor
un hombre moreno que durante todo el camino sólo pronunciará contadas
palabras.
Desde
su salida de Rusia, cuando tenía cinco años, Esteban vio lo que era la
vida de alguien que huye y que va de ciudad en ciudad: vivió en una isla
turca, en Berlín, en Viena, en París y finalmente en la Ciudad de
México, a donde llegó con 13 años. Había nacido en marzo de 1926 en la
ciudad donde dos décadas después se tomarían los acuerdos que regirían
al mundo tras la Segunda Guerra Mundial en una famosa conferencia:
Yalta, Crimea. Es hijo de Zinaida Bronstein —la hija mayor de Leon
Trotsky con su primera esposa, Aleksandra Sokolovskaya— y de Platón
Volkov, un hombre del que no tiene ningún recuerdo. Su madre, enferma de
tuberculosis, tuvo que salir de Rusia para seguir con su tratamiento, y
vino entonces una decisión difícil, de elegir entre una y otra opción
en una situación en que no era posible elegir:
—Pero
Stalin únicamente la dejó sacar a uno de sus dos hijos; ella tenía una
hija también, una media hermana un poco mayor que yo, por eso se quedó
en Rusia, y yo sí tuve la suerte de salir —dice Esteban.
Esa
suerte hizo que aprendiera francés, algo de alemán y que el ruso se le
olvidara por completo. Cuando llegó a México, tenía que usar unos
pantaloncillos cortos que lo hacían sentir como si fuera de otro
planeta.
De
Rusia viajaron a Turquía, a la isla de Prinkipo. Era 1931. Ahí vivían
en exilio su abuelo y su abuela política —la segunda esposa de Trotsky,
Natalia Sedova— junto con su hijo mayor, Leon Sedov. Durante esa
estancia, Natalia le enseñó a Esteban a leer y escribir en ruso,
mientras que su madre había tenido que partir al poco tiempo a Berlín
para seguir con su tratamiento médico. Estuvo casi dos años con los
abuelos, hasta que lo enviaron a reunirse con su madre, donde también ya
se encontraba su tío Leon Sedov. Mientras en 1933 Adolfo Hitler
ascendía al poder, Zinaida, la madre del pequeño Esteban, sola, enferma,
sin poder regresar al país donde había dejado a su hija, decidió
suicidarse.
—De
momento yo no supe, sólo me decían que estaba muy enferma y entonces
pues me recogió mi tío, León Sedov, brevemente —dice Esteban, y que
después lo enviaron a Viena, a una pensión de gente liberal donde estuvo
cerca de dos años—. En vista de que la situación se agitó bastante,
hubo un golpe de Estado, un tal Dollfuss, era un pequeño Hitler,
¿verdad? Y entonces el abuelo optó por mandarme a que me trasladaran a
París.
—¿Hasta cuándo se da cuenta de que su madre se había suicidado? —pregunto.
—Me
dieron la noticia como al año de estar en Viena. Fue un golpe muy duro,
¿no? Perder un padre, una madre es muy doloroso, yo creo que a
cualquier edad, ¿no? Pero afortunadamente hay gente muy afectuosa, muy
protectora ahí en Viena.
En
París vivió con su tío Leon Sedov, quien estaba ahí con su compañera
francesa Jeanne Martin des Pallieres. En esa ciudad se quedó por cerca
de cinco años y aprendió francés mientras que en Viena había aprendido
alemán.
—¿Y el alemán y el francés aún los habla?
—El
francés sí. El alemán todavía me queda algo de vocabulario, poco, pero
sí me queda algo. Y de hecho, pues aquí cuando llegué a México en agosto
del 39 pues el idioma con el que yo me comunicaba con los abuelos era
el francés. El abuelo manejaba muy bien el francés.
II
En Francia Esteban tuvo algunos problemas con los chicos de la escuela: como existía cierto escozor contra los alemanes por la Primera Guerra Mundial y él había llegado a París hablando un poco el idioma del país germánico, los chicos solían llamarle “sucio alemán”, y dice que le llovían los insultos. Pero después terminó por adaptarse un poco a esa ciudad por las amistades que hizo con sobrevivientes de víctimas de la GPU —la agencia de inteligencia soviética—. Entre ellos, Roman, hijo de Ignace Reiss, un exfuncionario de la GPU que cuando renunció y se unió a la Cuarta Internacional fue asesinado al poco tiempo por sus excompañeros estalinistas. También se hizo amigo de las dos hijas de Andrés Nin, el marxista español asesinado en Alcalá de Henares, ciudad de la Comunidad de Madrid. Con Roman la amistad se alargó hasta los últimos días de éste.
—La última vez que fui todavía lo alcancé a ver. Fue economista. Me reencontraba cuando iba a París.
También se hizo amigo de una chica rusa llamada Dina Vierney que más tarde se convertiría en la modelo preferida de un importante escultor francés
Jeanne Martin des Pallieres se había quedado encargada de la educación del pequeño Esteban. Para él, era una mujer tremenda, con una gran rigidez mental que sólo podía forjarse en una familia de militares franceses. Sus normas eran casi de cuartel: Esteban tenía que acostarse a las ocho y media de la noche en punto, no debía comer nada de irritante —la mostaza estaba prohibida— y debía usar zapatos altos, para fortalecer los tobillos.
—Una vida muy difícil, una mujer de un carácter… así como Gabriela —dice tocándole el hombro a la abogada y los dos sueltan las risas.
Después se disculpa por lo que dice ha sido una mala broma.
—Hacía unas escenas de celos —continúa— que Anna Magnani se quedaba chica. Unos gritos creo que a una cuadra. Bueno, tenía algo de motivos, porque Leon Sedov no era la encarnación de la fidelidad —dice para luego reírse—. Ay ay ay, la Juana.
El 16 de febrero de 1938 murió Leon Sedov, su tío.
—En
condiciones pues muy muy extrañas, ¿no? —cuenta Esteban—. Tras un
ataque de apendicitis, torpemente lo llevan a una clínica de prorrusos,
casi casi un nido de estalinistas, ¿no?, un nido de la GPU. Lo llevan
ahí, más o menos sale bien de la operación; de repente entra en estado
de coma y fallece; lo más probable es envenenado.
Un
año antes, su abuelo Leon Trotsky y Natalia Sedova habían llegado a
México, D.F., provenientes de Noruega. Desde esa ciudad, Trotsky
recurrió a abogados para traer a Esteban con él, pues la tía Juana —como
hoy recuerda Esteban a Jeanne Martin des Pallieres— deseaba quedárselo
como su hijo adoptivo. Para impedir que se llevaran a Esteban a México,
Jeanne lo mandó a un hostal para niños cerca de la frontera alemana.
Pero un matrimonio amigo de Trotsky y de Natalia —Alfred y Margarita:
los Rosmer—, que habían conocido en tiempos de la revolución en Rusia,
los ayudó a recuperar a Esteban.
—Y
Margarita con un abogado fue la que me anduvo buscando, y finalmente,
pues sí, me tenían medio escondido allá, y después de una operación
detectivesca lograron localizarme, y llegaron ahí con la orden judicial a
recogerme.
En
lo que se conseguían los visados y toda la documentación, mantuvieron
al niño cerca de París, escondido. A finales de julio de 1939, el
matrimonio Rosmer y el pequeño Esteban se embarcaron rumbo a Nueva York
donde se quedaron algunos días para después tomar un tren hacia México.
El ocho de agosto, con 13 años, Esteban Volkov llegó a la casa marcada con el número 19 de la calle Viena en Coyoacán.
III
Nadie
parecía recordar a aquella media hermana de Esteban que se había
quedado en la Unión Soviética. Esteban le había perdido la pista por
completo y da la impresión de que nunca se enteró de bien a bien quién
se había quedado a cargo de ella. “Buena pregunta”, me dice cuando le
pregunto qué fue de ella cuando él y su madre salieron de Moscú. Además,
había olvidado su nombre: pensaba que era Eva, pero se llamaba
Alejandra, como su abuela, la primera esposa de Trotsky. Años después se
enteraría de que estuvo exiliada y que regresó a Moscú tras la muerte
de Stalin. Lo sabría gracias a un amigo suyo, un historiador francés
llamado Pierre Broué. En diciembre de 1991, con Gorbachov como
presidente, la Unión Soviética se disuelve. Fue en esa época cuando
Esteban recibió una llamada de París. Era Pierre Broué que acababa de
regresar de Moscú, y le comunicaba que había encontrado a su hermana que
ya daban por perdida, pero que si quería reencontrarse con ella, tenía
que viajar de inmediato pues padecía un cáncer terminal.
—Y así fue, fuimos a la embajada rusa y nos dieron la visa y nos fuimos
a Moscú. La alcanzamos a ver, fueron como cinco días, seis días. Al
poco tiempo de que la vi, unas semanas, ya falleció.
Por otro lado, tampoco supo gran cosa de su padre, Platón Volkov. Fue
deportado a Siberia cuando Esteban tenía dos años. La familia le perdió
la pista y después descubrirían que fue fusilado en un Gulag alrededor
de 1932. Esteban no tiene ni un sólo recuerdo de él. En su mente sólo
permanece un rostro estampado en unas fotografías.
—Lo conocí gracias a unas fotos que me mandó precisamente este amigo
Pierre Broué. Anduvo investigando los archivos de Harvard, de Stanford y
ahí encontró unas fotografías de él y me las mandó. No lo ubicaba yo.
El historiador francés, que falleció el 26 de julio de 2005, además de
haberle dado a Esteban la oportunidad de reencontrase con su media
hermana, le dio la oportunidad de conocer al hombre de frente ancha, de
ojos enclavados en cuencas profundas y de barba delgada de candado que
fue su padre.
IV
La
casa a la que llegó Esteban ese agosto de 1939 era todavía de alquiler y
no tenía las distintas obras de fortificación que se le agregaron
después del primer —y fallido— atentado contra su abuelo.
Trotsky y Natalia habían llegado a México dos años y ocho meses antes.
Al comienzo vivieron en la Casa Azul con Frida Kahlo y Diego Rivera. Las
disputas ideológicas con Diego y un supuesto romance de Trotsky con
Frida los hicieron separarse dos años después.
Sus
partidarios norteamericanos y mexicanos habían alquilado entonces una
casa no muy lejos de la Casa Azul, en el mismo Coyoacán. Esteban recibió
un rozón de bala en un pie por parte del comando de más o menos 20
hombres que encabezó el pintor David Siqueiros la noche del 24 de mayo
de 1940. Su recámara era contigua a la de su abuelo y Natalia. Cuando
comenzaron las ráfagas, se arrojó al piso y se acurrucó en un rincón.
Querían asesinar a su abuelo. Robert Sheldon Harte, uno de los guardias,
les había abierto la puerta —Trotsky siempre se negó a creerlo, pero
muchos años después se confirmó que era un agente de Stalin—. Entraron
al jardín y se colocaron frente a las dos recámaras. Descargaron sus
armas y, aun después, arrojaron artefactos incendiarios al cuarto de
Esteban, pero él ya no estaba ahí, había alcanzado a correr. Natalia le
salvó la vida a Trotsky arrojándolo rápidamente al suelo. Ahí se
demostró que Siqueiros, como matón, era un gran pintor.
—Y
en ese momento los partidarios norteamericanos hacen una colecta y
compran la casa para el abuelo y luego se hacen una serie de obras de
fortificación —dice Esteban, el hombre al que de niño, cuando llegó a
este país, le era tan extraño convivir con niñas cuando iba a la
primaria.
V
Ser
familiar de alguna figura de importancia histórica regularmente trae
consigo una carga difícil de sobrellevar. Svetlana Alilúyeva, hija de
Stalin, trató toda su vida de sacudirse la sombra de su padre y de vivir
en anonimato. Decidió usar el apellido de su madre. Abandonó la Unión
Soviética, y con ella a sus dos hijos, para exiliarse en Estados Unidos.
Cambió su nombre por el de Lana Peters e intentó ser una mujer
norteamericana. Murió en 2011 en una residencia para ancianos en el
estado de Wisconsin, y el suplemento semanal del diario El País título hace poco uno de sus reportajes “La rebelión de la hija de Stalin”.
Pero Esteban Volkov es diferente. Ha dado conferencias sobre su abuelo
en países como Brasil, España, Estados Unidos, Alemania y Japón. Da
entrevistas. Tiene su propio documental llamado Mis memorias con Trotsky, dirigido por el cineasta argentino Adolfo García Videla. Parece estar siempre dispuesto a hablar de su abuelo.
—Le iba a decir, Gabi.
—Dígame, don Esteban.
Seguimos
en el auto. Acabamos de pasar frente al Museo Nacional de Antropología
en donde Esteban, cuando iba en secundaria, le gustaba jugar futbol
cuando ahí sólo había campos y llanuras solitarias.
—La carta que le mandé no me gustó. Se la voy a modificar, eh.
—¿En dónde, don Esteban?
—La
sintaxis está muy enredada, todo el capítulo de México está muy
enredado. Necesita un desarrollo más sencillo, más ordenado. ¿Usted ya
la vio o no?
—Ya, don Esteban —contesta Gabriela en un tono que podría parecer de aburrimiento pero que no lo es.
—La parte de México no, no, no está bien. De hecho. La sintaxis muy complicada. ¿No está muy largo?
—No.
Y después de unos instantes de silencio:
—Correcto. Correctamente bien contestado —dice Esteban en un tono jocoso.
—¿Actualmente escribe un libro? —le pregunto intentando saber si era de eso de lo que hablaban.
—Estaba escribiendo mis memorias, pero un poco irregular en el trabajo.
Desde
niño le gustó la fotografía pero terminó estudiando Química Industrial.
A finales de 1939 llegó a la casa de Coyoacán un ingeniero aeronáutico
norteamericano y fotógrafo amateur llamado Alex Buchman. Venía de pasar
seis años en China donde había militado en la Oposición de Izquierda
Trotskista, y traía consiguió fotos y filmes de ese país que quería
mostrar a Trotsky. Buchman se quedó en la casa, instaló un sistema de
alarmas y se convirtió en guardia. Su cámara registró los últimos meses
de vida del abuelo de Esteban: la atmósfera familiar que se vivía en
aquella casa, la pequeña granja que había y a Trotsky alimentando a sus
conejos y aves. En una fotografía aparece junto a su nieto moliendo maíz
para los pollos. Tomó un total de 750 fotografías y un filme de 55
minutos hasta que en abril de 1940 regresó a su país y fue reemplazado
como guardia por Robert Sheldon Harte, el hombre que un mes más tarde
dejaría pasar a Siqueiros con sus hombres armados.
—Quizá
por la amistad que tuve con él y todo —dice Esteban cuando le pregunto
cómo había llegado a su afición por la fotografía—. Y gracias a sus
consejos me compraron la primera cámara ya más o menos de buen nivel,
¿no?, sencilla, ¿no? Pero que ya tenía velocidad, ya tenía diafragma,
distancias, ya no era una cámara de cajón.
El
día del fallido atentado contra su abuelo, al amanecer, la casa de
Coyoacán se llenó de periodistas y policías y su cámara simplemente
desapareció.
—¿Cómo recuerda a Buchman, don Esteban? —le pregunta Gabriela.
—Era muy buena persona, sí, muy servicial; muy generoso, mucho muy generoso.
Con cámara perdida, a Esteban ya le había nacido la pasión por la
fotografía. En parte gracias a Buchman y en parte a las constantes
excursiones que hacía con su abuelo y con Natalia a las montañas para
recolectar cactus. El paisaje que veía le gustaba como para capturarlo
en imágenes. Además, de aquellas excursiones le quedó el gusto por
coleccionar cactáceas y ahora en su casa tiene varias de esas plantas.
En los años 50 se inscribió a la Escuela Nacional de Ciencias Químicas.
Entonces empezó a combinar sus estudios con una incipiente carrera como
fotógrafo semiprofesional. Trabajó para unas casas de decoración y en
los laboratorios Syntex, donde además de laborar en la investigación y
fabricación de hormonas químico industrial, fotografiaba las visitas de
políticos que ahí llegaban, como Miguel Alemán o Ruiz Cortines. Luego
tuvo su propia empresa, una dedicada al reciclaje de subproducto.
—Por el mercado —le informa la abogada.
—¡Híjole!, pero tenemos que hacer una parada técnica.
—¿A dónde, don Esteban?
—Pues no deben de faltar baños por allá, ¿verdad? Sí, allá por La Merced hay.
—¿Y porque ya no se dedicó a la fotografía? —pregunto.
—Un tiempo, sí —contesta—. Pero mi tutor insistió mucho en que debía acabar mi carrera. Entonces seguí sus consejos.
Fue
en ese lapso en que se dedicaba a sus estudios cuando conoció a quien
sería su esposa: una modista de alta costura originaria de Madrid
llamada Palmira Fernández.
VI
Esteban
es viudo. Palmira murió hace 18 años de cáncer de colon, la misma
enfermedad por la que también falleció Natalia Sedova más o menos en
1962 —no recuerda la fecha exacta; tampoco la de su boda, pero dice que
fue cuando tenía unos veintiocho o veintinueve años—.
Después del asesinato de su abuelo, lo que Esteban recuerda como una
romería llena de vida, con mucho ambiente y calor humano, se convirtió
en una casa triste. Al poco tiempo los guardias y todos los secretarios
se fueron y se quedó solo con su abuelastra Natalia, con quien tuvo una
relación difícil durante su adolescencia. Era diferente ser un
adolescente promedio en México a ser uno que de niño vivió los años
posteriores a la revolución en Rusia y que desde entonces había tenido
que huir de un lugar a otro porque su familia era una perseguida
política.
—Don Esteban, no me tardo —dice Gabriela y baja del auto. Se dirige a atender uno de los asuntos del museo.
—¡Claro que sí, cómo no, mi jefa! Nuestra jefa —contesta Esteban y se ríe y ella también.
Los
dos son unos bromistas sutiles entre sí. Se conocieron cuando Gabriela
era integrante de una organización política y realizaban reuniones en el
auditorio del museo. Minutos más tarde, cuando ya circulábamos por el
centro histórico, pregunté a Esteban que si todavía era el director del
museo.
—¿Soy todavía o ya no? —dijo dirigiéndose a Gabriela.
—Claro.
—¡Cómo no! Yo soy el director, presidente de la asociación. ¿Se pueden los dos cargos?
—¡Claro que se puede!
—¿No hay problema?
—¡Claro que no! ¿Quién es su abogada? —le contestó Gabriela, triunfante, cerrando la broma, el breve momento de jugueteo.
Esteban
ahora tiene cuatro hijas: Verónica, que es escritora, profesora e
investigadora; Nora, una siquiatra que vive en Estados Unidos; y dos
gemelas, Patricia, que es médica infectóloga y Natalia, economista.
Esteban ha tenido maneras peculiares y discretas de demostrar afecto a
aquellas dos mujeres con las que llevó una relación difícil: con su tía
Jeanne Martin des Pallieres y con Natalia, quien solía hacer viajes a
Francia para visitar a Jeanne, pues ella representaba el único nexo que
le quedaba con su hijo León Sedov. En uno de esos viajes, él le mandó un
suéter.
—Le regalé un bonito suéter y la enterneció porque yo no le guardaba rencor.
Y luego está el nombre que eligió para una de sus hijas gemelas.
—¿Y le puso Natalia en honor a…?
—Pues a lo mejor sí —contesta, escuetamente.
Él
y su familia habitaron la casa de Coyoacán hasta 1973. Aunque durante
la gestión presidencial de Gustavo Díaz Ordaz tuvieron que pasar algunos
meses fuera. Fue en enero de 1965. Esteban recuerda que un día de ese
mes a la casa llegó un abogado del Departamento Central del Distrito
Federal con una orden de desalojo y con diez a quince camiones que se
alinearon afuera.
—Logramos finalmente que nos alargaran el plazo una semana, 15 días con intervención de amistades.
Esteban
cree que esa acción fue una represalia de Díaz Ordaz en contra del
movimiento trotskista que por estas fechas era parte del movimiento
universitario.
La
situación de la casa era algo confusa. Años atrás, poco después de la
muerte de Trotsky, el gobierno de Lázaro Cárdenas les había comprado la
casa.
—Cárdenas lleva a cabo esta operación para darle un medio de vida a
Natalia, ¿no? Y con la promesa de que el museo se dedicará a una casa de
museo, pero en la escritura no dice eso, nomás pone “para uso público”.
Entonces pues toda la jauría de estalinistas que andaban metidos en el
gobierno multitud de veces trataron de corrernos de la casa. Que se
requería la casa para una guardería, para una biblioteca, para oficinas.
Entonces, cuenta, Lázaro Cárdenas convenció a su sucesor presidencial,
Manuel Ávila Camacho, de que les donara la casa. La orden llegó y
Natalia firmó los documentos de reescrituración.
—Pero el expediente desapareció misteriosamente —dice.
Incluso así, con expediente desaparecido, ya no hubo problemas sino
hasta ese enero de 1965. Esteban había dado una entrevista a una
reportera a la cual le había contado acerca de la situación de la casa.
La reportera lo publicó y Díaz Ordaz se enteró. Fue entonces que llegó
el abogado, los camiones, el plazo pactado. Y Esteban y su nueva familia
tuvieron que irse. Pasaron tres o cuatro meses antes de que les
llamaran.
—No sabían qué hacer con el museo. Me pidieron que volviera a ocupar la casa con la familia.
—¿Entonces fue un capricho de Díaz Ordaz?
—Sí, sí, un arranque de esos de fobia que le daban.
—¿Y en esos cuatro meses a dónde se van a vivir?
—Tuvimos que rentar un departamento junto al Sanatorio Español.
—Y luego la convierten en museo.
—Pues siempre ha sido abierto para los visitantes.
El
24 de septiembre de 1982, el presidente José López Portillo la declaró
monumento histórico y se convierte oficialmente en museo.
VII
Un
amigo de una nieta de Esteban me había contado que él evitaba hablar
con su familia sobre su pasado. En alguna ocasión, una de sus hijas
durante su juventud intentó secretamente enrolarse en un movimiento
trotskista, al parecer armado. Esteban al descubrirla le reprendió:
“Esta familia ya ha sufrido mucho por eso”.
—¿Y usted habla con sus hijas sobre la historia de su familia? —le pregunto, ahora, en el auto.
—No, no, ya todas conocen del tema.
—¿Ellas se han involucrado en temas políticos?
—No,
aunque a su modo luchan por causas justas. Patricia, la infectóloga, ha
estado en campañas por la seguridad de la sangre denunciando a todas
las empresas mercantilistas que han comerciado con la sangre y han sido
causantes de propagar el Sida a nivel mundial, sí.
—¿Usted ha ido a Torreón? —le pregunto, que es la ciudad de donde vengo.
—Hace muchísimos años en una gira que hicimos con Cárdenas, ¡uuh!, por el año 45, algo así. Recorrimos Saltillo, Monterrey.
—¿Y cuál era el motivo de la gira?
—Paseo. Cuauhtémoc tenía 13, 14 años todavía.
—¿Tenía amistad con Lázaro Cárdenas?
—Con la familia, sí, después de que murió el abuelo, sí, sí, fueron cercanos a nosotros.
Finalmente
llegamos a la “parada técnica” que le urgía a Esteban. Dejamos el auto
en un estacionamiento techado, y caminamos. Así que ahí íbamos, un 13 de
octubre de 2015 en las calles del Centro Histórico del ex-DF. Gabriela y
Esteban empiezan a ser unos guías turísticos improvisados.
—Esto
es Palacio Nacional —me dice Esteban señalando hacia la izquierda.
—En
esta área hay muchas iglesias muy antiguas —añade la mujer a la que
Esteban se refiere como una fantástica abogada.
Cuando
cruzamos una calle, él pone su mano sobre el hombro de Gabriela y
proyectan una imagen de otra edad: la de un niño dando su mano a la
madre para cruzar hacia el otro lado. Entonces llegamos a una tienda:
“Oaxaca y sus productos. Santísima n° 21A”. Han venido a comprar
alimentos oaxaqueños para un desayuno que tendrán en el museo. Gabriela
le pregunta que si le gustan las tlayudas.
—¿Tlayuda? ¿Es tostada también? ¿Y eso cómo se come o qué?
Después, frente al mostrador de quesos Gabriela, pregunta al vendedor que si el queso Uruguayo está rico.
—¿Es uruguayo hecho en México? —dice Esteban riendo.
Las compras casi terminan: cargamos con dos cajas medianas de cartón
con tamales oaxaqueños, algunos chapulines, cinco bolsas de tostadas
grandes, algunos kilos de carne, quesos.
—Ahora sí nos llevamos toda la tienda —dice Esteban y se vuelve a reír.
Faltan sólo sus mezcales. Pregunta por el precio de uno y decide llevarse dos botellas.
—Uno para mi yerno que está allá en gringolandia —dice para justificar la compra.
Regresamos al auto y vamos de vuelta al museo. Son pasadas las dos de
la tarde y a Esteban ya lo abofetea un sueño terrible. “¡Juaaa, juaaa,
juaaa!”, dice mientras bosteza. La abogada Gabriela platica con el
chofer sobre el próximo cumpleaños de su marido. Algunos de los gustos
de Esteban son los nopales y el aguacate, el cual conoció en Taxco,
Guerrero, y hoy a diario come uno como parte de su dieta. Gabriela
empieza a hablar ahora sobre el más reciente escándalo de la Volkswagen.
Hace unas semanas se destapó que la empresa alemana engañaba sobre las
emisiones reales de diésel de sus coches y reconoció que había instalado
software ilegal en once millones de autos en el mundo para pasar las
pruebas de contaminación.
—Qué estúpidos estos cuates —dice Esteban poco antes de llegar al museo—. Pues es la codicia del capitalismo.
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