La crónica
es un género antiquísimo. Median más de 5 siglos desde La Conquista a nuestros
días. Época en que surgieron los cronistas de Indias, los primeros en contar,
en su mayoría desde la perspectiva del conquistador, lo que sucedía en América,
el recién continente conquistado. Pero si nos ubicamos en la crónica del ahora
nos encontramos con que ha recibido una influencia muy revitalizadora del Nuevo
Periodismo, surgido en los años 60 del siglo pasado en Estados Unidos.
Influencia que se observa en nuevas técnicas narrativas (acercando la crónica
cada vez más a la literatura), en el afán por narrar esas pequeñas historias de
los diferentes estilos de vida de una ciudad.
La sociedad puede encontrar en la crónica una pantalla en
la cual se transmiten sus transformaciones. O, por el contrario, también puede
hallar en ella sus atrasos, sus descalabros, sus vergüenzas. Por ejemplo, en la
crónica titulada “¿Le muevo la panza?” de Elena Poniatowska, publicada en 1979,
nos encontramos con un recorrido por varias voces de niños trabajadores, entre
los cuales se ubican los tragafuegos. Esos niños y adolescentes que aparecen en
los cruceros de las urbes arrojando fuego por la boca a cambio de algunas
monedas de los conductores. Dicha crónica data de hace más de 30 años y, sin
embargo, hoy todavía alguien puede irse a algún crucero de una ciudad
cualquiera y encontrarse con esos mismos personajes y escribir otra crónica que
diga que “[…] ingerir petróleo adormece la sensibilidad y son muchos los
tragafuegos que no sienten la quemadura del petróleo cuando éste escurre sobre
su mentón, aunque son muchos también los que se embarran grasa en torno a la
boca y son más aún los que se protegen con un trapito la barba sobre la cual
dentro de algunos años crecerá el pelo, o a lo mejor no les crece nada, campo
minado, arrasado…”.
Provechosa debe ser la crónica para el periodismo
combativo de los medios libres. Hay un México que cronicar, en muchos aspectos
el mismo que ya vio y escribió Carlos Monsiváis, uno de desempleo, de vivir al
día, de angustia, de violencia, de esperanzas soterradas, pero también uno que
resiste y lucha ante los embates del sistema actual, que protesta y propone. Es
indispensable dar voz a los que nadie nunca se las da, hacer emerger de esas
estadísticas que se empolvan en los estantes de la burocracia a los hombres y
mujeres marginados y desposeídos y acabar con la idea de la noticia como una
mercancía.
La crónica y el reportaje, géneros periodísticos que se
aproximan y se empalman. Es difícil hasta el momento encontrar una
diferenciación clara. El cronista argentino Martín Caparrós hace un intento por
establecer una diferencia: “Es confusa la
frontera entre los dos. Si es necesario definir lo que diferencia la crónica
del reportaje pensaría en la primera persona o en un tono que remita a la
primera persona –aunque no se esté diciendo ‘yo’ –, en un tono que de alguna
manera incluya más explícitamente la experiencia y la mirada del autor del
trabajo”. En el “Manual de periodismo” de Vicente Leñero se menciona que el
reportaje es el género más vasto, pues en él caben los demás, como la crónica;
más adelante menciona: “El reportaje se asemeja a la crónica cuando relata la
historia de un acontecimiento y sigue para ello una relación secuencial. La
diferencia principal sería que la crónica periodística se ocupa de
acontecimientos noticiosos, en tanto
que el reportaje, como se ha apuntado, profundiza
en la información noticiosa, averigua sus causas y adelanta consecuencias”. En
el ámbito periodístico no se ponen muy de acuerdo. En el sitio web de la
revista Gatopardo los textos del mexicano Alejandro Almazán son presentados
como reportajes, mientras que en el libro “Chicas kalashnikov y otras crónicas”,
un libro que recopila varios trabajos de Almazán entre los cuales recoge
algunos publicados en Gatopardo, son presentados, ya lo anuncia el título, como
crónicas.
Riesgosa es la crónica actual para el cronista y para el
lector porque por un lado el primero podría, digamos, aprovecharse de la
anécdota a narrar sólo para dar cauce a sus talentos y alcances literarios
dejando atrás el objetivo de informar, y el lector podría quedar embelesado por
la disfrutable prosa literaria y olvidar que lo leído forma parte de su
realidad y no de la ficción. Carlos Monsiváis en su libro “A ustedes les consta. Antología de la
crónica en México” cita a Luis G. Urbina en el prólogo: “Sólo un pretexto [la
crónica] para batir cualquier acontecimiento insignificante y hacer un poco de
espuma retórica, sahumada por algunos granitos de gracia y elegancia”. La
tarea, pues, del escritor de crónicas sería provocar con ésta la crítica y la
reflexión en el lector y no sólo el gozo por la palabra embellecida.
Gracias a crónicas como “Carta desde la Laguna”1
de Alejandro Almazán podemos darnos una idea de cómo llegó el narco a estas
tierras y cómo se vive a partir de él, o “Acapulco kids”2, crónica
del mismo autor que nos traslada hasta Acapulco y nos muestra la pedofilia y
prostitución infantil imperante que anida allí; también podemos vivir cada
momento de la terrible injusticia que se llevó a cabo en Chalco, Estado de México
en 2012 con el linchamiento de tres personas inocentes gracias a la crónica
“Aviéntales el cerillo, son secuestradores”3 de Humberto Padgett; o
podemos incluso ver y escuchar a las familias de los migrantes asesinados en
México por los Zetas en “La vida después de San Fernando”4 de Luis
Guillermo Hernández.
Es por estas crónicas y otro puñado más que podemos
entender, o al menos aproximarnos, a una parte del mundo, aunque sea pequeña.
Notas:
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